La industria cultural en Cuba ha estado entre la improvisación y la estratificación dentro de la política de las instituciones del sector. A veces se le mira desde un punto de vista conformista, otras se le exige lo que no está en condiciones de dar. En todo caso la producción cultural en el país con miras a la exportación, la comercialización y la ganancia neta monetaria ha tenido claroscuros que la llevan a estar situada entre las zonas de escasa realización e impacto en el grueso de la economía. Con un enorme potencial musical, con talentos que nacen y se desarrollan de forma natural, la isla no logra el despegue y sus disqueras en ocasiones se quedan por debajo de las iniciativas que se conducen de forma privada, con financiamiento del exterior o que simplemente se llevan a los artistas. Lo mismo pasa en otras manifestaciones. La cultura es esencia nacional, pero también, una forma de vida, puede y tiene que generar ingresos que le permitan existir y ofrecerles a los artistas una existencia digna.
En los últimos años se ha destapado un debate en torno a los géneros musicales, los consumos, las jerarquías. Y aunque eso se aviva en los congresos de los artistas y los escritores, debería ser un tema de diaria discusión en los foros. La Cuba de hoy no es la misma que la de hace diez años y las exigencias de tipo psicológico, social, simbólico han cambiado. No se sabe si para bien o para mal, pero la realidad se impone y con esta visión debería existir a la par una transformación en los organismos decisores en torno a la industria cultural. Lo que se produce y se exporta de Cuba aún sigue siendo lo mismo: clichés en torno a lo colonial, la mulata, el gallego, el ron, la playa. Pero si se mira bien adentro de estos paquetes turísticos se verá que en rara ocasión se incluyen verdaderos elementos de la cultura. Quien nos visita suele llevarse una imagen edulcorada y falsa de la vida en el país, cuando lo que se persigue es el turismo de verdad, el que sea capaz de conmover aún con los problemas que nos agobian y que están dentro de una agenda de construcción nacional.
A la vez, la ponderación en las parrillas de programas culturales de géneros urbanos musicales pudiera ser una estrategia que a alguien le parece cool, llamativa, propia de un mercado realista y competitivo; pero habría que ver si un pueblo con tanta cultura y de tan diversa índole como el cubano solamente quiere disfrutar de esos ritmos. La carencia de balance, de visión en lo que se concibe como comercial hace que los productos sean en ocasiones un vehículo para el mal gusto, la grosería y las ideas de consumo que asaltan las redes sociales y que conforman una mentalidad única en la cabeza globalizada del ser humano de hoy. No es que esté mal el reparto, ni que haya que satanizarlo, sino que no es lo único que podemos comercializar. Vender una cara única del país es también contribuir con la autocolonización cultural y rendir las armas que de otra manera tendrían que estar de nuestro lado.
Cuando se exporte determinado tipo de cultura se está construyendo una imagen de poder o de desemporedamiento. Eso hay que tenerlo claro, porque pareciera que existe una especie de regusto en que se vincule nuestra isla con sucesos que para nada tienen que ver con la idiosincrasia. Videos en los cuales se exalta la violencia, conciertos en los que se habla abiertamente con groserías, actos en los cuales ha primado lo impúdico. Y es que el vale todo no forma parte de ninguna fórmula válida a la hora de hacer arte. Ese nunca fue el abc de lo que se nos prometió como parte de la política cultural. Aunque haya quien haya dicho que el reparto es “nuestro” hay que ser cuidadoso con lo que se expande y pondera, con lo que se elogia desde determinadas posiciones, porque luego cuando se crean conductas y alianzas, formas de concebir la vida y prejuicios; viene siendo peor y más irreversible. La cultura es cocreadora de sentido junto a las políticas. A la vez que las disposiciones inciden en la acción cultural, esta última posee una relación dialéctica con las instituciones y los rangos que nos clasifican, nos abren un diapasón y que propenden a determinada simbología.
Lo que hemos visto en los últimos años, con un repunte de la violencia y de casos que se conectan con la crisis material, son avisos de que la cultura tiene que cumplir su rol: por una parte el control social de aquellos elementos siempre díscolos que no comprenden los límites establecidos por determinada marca civilizatoria, por otra parte el factor de aglomeración de las masas en torno a los significados que compartimos. Y esa es la materialidad de la cultura que no se logra comprender desde pautas de poder a la hora de tomar decisiones, de hacer parrillas de programación y de hablar de qué es lo que debería ser defendible y qué no.
Entonces que cuando pase otra noche de Halloween en Cuba se sepa avizorar cual es la cultura que edifica y cuál la que nos enajena, cuál la que construye paradigmas y cual la que los derriba, pero no para levantar un universo sólido de significaciones. La cultura nacional no es una mercadería, aunque tiene que hacerse rentable, próspera y poderosa. No hay que venderla barata, sino darle ese peso necesario en la urgencia de un país y de un pueblo que no puede andar sin la guía necesaria.
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