Como dijera días atrás una autorizada profesora: “No quiero asambleas construidas”. Porque se ven… sobre todo cuando en la mesa de la presidencia toma asiento alguna figura del respetado y a veces temido organismo superior, supremo, nacional o cualquier otro calificativo de los que a ratos se nos ocurren.
Hay de todo en la villa… Empecemos por los asambleístas cobardes que se dejan vencer por el tembleque en sus piernas y prefieren no pensar o, si piensan, se limitan a morderse la lengua o a ejecutar un movimiento afirmativo, sordo y constante con la cabeza que, de producir alguna anomalía al organismo, podría ser nombrada por los especialistas como “cervical de carnero”.
En muchos casos, se trata de “compañeras y compañeros” que llevan bien estudiado el fenómeno de la selección natural y la evolución de las especies y creen en la falacia de que el silencio garantiza la supervivencia –habría que estudiar hasta qué punto es cierto y si dicha supervivencia resulta personal o colectiva. “¿Hablar delante de la organizadora provincial? ¿T´as loco tú?”
Estos asamblearios, en ocasiones, se muestran embajadores de la paz y la tranquilidad de lo que ellos mismos se empeñan en convertir en rebaño. Por eso, cuando Matojo levanta la mano, generan un murmullo de tedio dentro del cual se engendran frases como: “Y ahora este, como siempre, con la cuchareta”, “mijo… no empieces con lo mismo por gusto”, “acere, mira la hora…”, ello para intentar construir una espiral del silencio que envuelva a Matojo y calle su boca.
También está el jefe pulcro y organizado que hipertrofia los ojos ante las impertinencias y que, en pos de un balance positivo, se toma días y hasta semanas en diseñar de manera minuciosa una lista de oradores. La “lista” resulta la herramienta más efectiva para que todo ocurra sin turbulencias y Marcial escuche de manera diáfana y concreta “lo bien que funcionamos por aquí”.
Lo triste tiene sitio cuando Elpidio pide la palabra y, por su largo historial de pillo manigüero, no está entre los previstos. El coordinador sabe que el muchacho lleva pólvora en la lengua y prefiere pedir que hablen Facundito, Julia o Nelson, quienes, aunque no han solicitado intervenir, “de seguro tienen buenas experiencias que transmitirnos”.
Elpidio pierde la fe y se va con el sabor de haber presenciado una gran mentira. También pensará que “si ya sabían quiénes iban a hablar y qué se iba a decir… ¿entonces para qué me trajeron?”
Asimismo, encontramos al representante del organismo superior que, si bien muchas veces sabe cómo comportarse para hacer del encuentro algo más rico o, quizás, dialéctico, en otros momentos abusa de su cartelito y escucha los planteamientos con rostro estirado y ceño de interrogación. Puede que incluso no aguante más y se apodere del micrófono para aconsejar a los congregados que, delante de las visitas –o sea, él/ella– no se habla del polvo de la casa, como si el sentido del mitin fuese corresponder a su presencia.
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Se ha de aclarar que estas circunstancias no siempre acontecen y existen personas de arriba, de abajo, del medio… que saben aprovechar la oportunidad de una asamblea, congreso o reunión para, a partir de la transparencia, la sinceridad y el respeto, ajustar imperfecciones y alcanzar mejoras concretas.
Sin embargo, tampoco podemos permitir salirse con la suya a quienes llevan por práctica el decir lo que otros desean escuchar, los que omiten las partes defectuosas del pentagrama para que la melodía parezca perfecta o a aquel que, simplemente, evita la confrontación y prefiere quedar bien con dos o tres peces gordos con el amplio número de individuos a los que representa.
Algo habremos de hacer para atajar no al hombre que viene y va, sino al mal que insiste en emerger como en el hierro la herrumbre, que, por cierto, cuando no se cura, lo termina por podrir.
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