Todo giraba en torno a la mata de Vence Batallas. Las lagartijas de la casa vivían ahí y, por ende, el miedo debía comenzar a ser vencido desde ese cuadrante oeste de mi zona de acciones.
En aquel arbusto resultaban pequeñas; muchas de ellas, prácticamente, recién nacidas. Asumí que vivir entre reptiles no resultaba algo temporal y decidí normalizarlo. Conseguí un pomo vacío y pasaba horas al pie del tronco arrugado, analizando los movimientos y acumulando valor para lanzarme de una vez y atrapar.
Tiraba manotazos ciegos deseando no encontrar nada. A veces las probabilidades jugaban en mi contra y sentía a los lagartos en mi mano y cerraba y se quedaban quietos. Palpaba su pulso, la vida. En ocasiones eran tan pequeños que no aguantaban el zarpazo torpe.
Después de agarrar algunos, comprendí dos cosas: el miedo no se iba y el calvario era mutuo. Nada tenía sentido.
Temer a las lagartijas en un mundo atiborrado de ellas era vivir en franca condena, mucho más para un niño de nueve años cuyos compañeros de aula dedicaban el receso a cazarlas para perseguir a cobardes o echar a fajar.
Los sentimientos calaban con doble filo. No soportaba el recíproco desgarre de sus pañuelos, la sangre leve como savia reseca, las miradas frías y prietas en las que se agazapaba el dolor, las risas y el supuesto ánimo para que las “bestias” ganaran en fiereza. Lo peor: todo era para entretener… que era nada.
Espantarse a estas alturas tendría su gota de hipocresía. Si las ofensas llueven sobre un jugador de fútbol por sus frecuentes lesiones, si las gradas se encienden cuando en el cuadrilátero aparece la sangre, si la empatía muere con la apuesta y nos enseñan a exigir la melodía impecable sin pensar en la fatiga del artista, ¿a quién le va a importar que dos lagartijas se destrocen el buche?
Por otro lado, me carcomía el pánico a que me pidiesen sostener alguna, a que la pelea tuviera lugar desde mis puños, a que las garras agónicas se apoyasen en mi dedo índice, retorcido en torno a aquellas costillas que se expandían para luego recogerse, una y otra vez.
No pasa nada –decían–, solo son bestias salvajes. Cuatro patas, rudas, ignorantes, agresivas entre sí, asustadizas ante lo desconocido. Monstruos fríos, perversos, espantosos.
Todas tomaban el color mortecino que tiene la tierra y en el mejor de los casos quedaban por ahí, desfallecidas, para convertirse en presa fácil de otro predador del espacio hostil o para detener desde la calma el bendito subibaja del costillar, que se me antoja tan perfecto y milagroso como el mío o el tuyo o el de cualquier bicho que ande de paso. Sí. Siempre de paso.
Las lagartijas nos retaban. Venían, iban, nos miraban de cerca, se escurrían, desaparecían y volvían a estar ahí, al presunto alcance de la mano. Pero sacaban el pañuelo y se nos escapaban vez tras vez. Quizás por eso las castigábamos. Tal vez nos venga en la sangre “saborear” en pequeña escala lo que luego implementaremos entre nosotros mismos o necesitemos alimentar los instintos para alardear de invulnerables.
La mata de Vence Batallas fue cortada años después porque levantaba el piso de la vecina. Rebrotó y siguió quebrando losas y otra vez fue cortada… Continuó renaciendo y volvió a “atentar” contra la voluntad del más fuerte.
Ya no importaba el suelo agrietado de la vieja. Resultaba cuestión de orgullo, algo personal. Llegó el petróleo, el fuego, el machete, petróleo y fuego, machete, piedras, piedras, tierra, grasa…
¿Será que todo lo que nos jode más de la cuenta –o al menos lo que se nos resiste– termina siendo víctima de nuestra implacable alevosía? Puede que afuera ya no resten monstruos y lo que al mundo le queda de bestias solo camine junto a ti.
Brap
6/5/20 20:09
Me gusto esta reflexión. Coincido con lo explicado, vivimos en un mundo donde nos hemos convertido en nuestros propios enemigos, guiados por ambiciones excesivas, envidia, la sensación de supremacía y otras inadecuadas formas de actuar. La constante búsqueda de controlar la naturaleza y dominar a todos los seres vivos incluso, nuestra propia especie, ha hecho que olvidemos que formamos parte de ella.
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