Después de mi abuela, Gardenia era la anciana más bonita de toda la cuadra. Tenía un cabello de canas perfectas, pulcras, delicadas, lacias… que se escurrían entre sus orejas sin llegar a tocar los hombros.
Unos enormes espejuelos de fina armadura metálica se robaban casi la mitad de su rostro y dejaban ver, al centro de sendos óvalos de vidrio unos ojos verdes que hacían recordar la piel de la guayaba cuando aún no madura.
Los labios eran casi inexistentes y la boca pequeña: entreabierta cuando, después de preguntar, esperaba una respuesta con la sonrisa suave siempre en ristra. Gardenia tenía la boca, en realidad, como esos niños de cuatro o cinco años que aún no dejan de sorprenderse ante las figuras extrañas que se forman en el techo mal pintado.
La piel de los brazos, casi transparente, dejaba ver toda clase de venas que se abultaban con los moretones violáceos y postillosos, de los que cuentan a gritos que tener años de más cobra su precio.
***
En el barrio todos tenían un pasado “ilustre” o un presente singular para calificarlos. En la esquina de abajo vivía Rolando, un viejo que se fue volviendo loco de tanto insultarse, de tanto salir a pecho descubierto con un machete en la mano, gritándoles a los cocheros que no podían amarrarle el caballo al lado de la casa, porque el estiércol y la orina luego no dejaba respirar o porque “yo no le tengo miedo a nadie y bastante duro que me batí en el Escambray”.
Poco más arriba estaba la casa de Ismael, que tenía una finca donde sembraba arroz y mariposas. Vika, “la rusa”, desde mucho antes impartía Matemáticas, repasaba gratis a todo el barrio y era la única que se indignaba cuando los niños comían mangos y dejaban las cáscaras y las semillas regadas en el contén.
Personas extrañas, procedentes de cualquier parte de la ciudad o la provincia, siempre rondaban el portón de los médicos, y el cartero se sentaba con sus ochenta y tantos mientras la hija salía a vender pan con corteza dura y su esposa se congregaba en la cocina con otras testigos de Jehová.
Al costado vivía el cantinero de uno de los bares caros de la ciudad, al frente la militar que criaba sola a sus dos hijos en un biplanta de bloques mal puestos, junto a un solar con cuartuchos cuya pequeñez nunca logramos comprender en su “justa y estrecha” medida… y adonde entraba mucha gente que nunca veíamos salir.
Más a la izquierda yacía el domicilio de la eterna delegada de la circunsripción, ocho metros cuadrados bajo tejas francesas que temblaban cada vez que meteorología anunciaba nubes. Después vivía María, la clienta más fiel de un niño que vendía cinco ajíes por un peso y, cruzando la calle, estaba Tony: un tipo ronco y bueno, oficial del Ministerio del Interior, que cuando dijo no querer continuar de presidente del CDR, hasta los chiquillos más revoltosos ejercieron el derecho legal que no tenían para votar por él.
Y llegando a la esquina de arriba estaba, en la acera, el sillón de Gardenia. Su hijo se dedicaba a quemar y alquilar discos con películas de baja gama en las que aparecían con frecuencia la acción, el miedo, la sangre o los senos desnudos de exuberantes actrices foráneas. El hijo de Gardenia gritaba mucho y hablaba como marqués, al tiempo que encarnaba el estereotipo de los candidatos republicanos que ponen en el noticiero para graficar informaciones de las campañas electorales en los Estados Unidos.
Mientras, Gardenia resultaba, simplemente, la alfabetizadora. Lo había sido en los años sesenta, cuando las poéticas del país tuvieron sus mayores vuelos y, cuarenta años después, nadie recordaba que había trabajado en el museo farmacéutico o en alguna otra parte… ella había alfabetizado y con eso se decía todo.
Gardenia era la centinela discreta y gentil de las tardes del barrio. Todos frenaban al pasar por ese punto de la calle y ella preguntaba por la familia, el trabajo, los estudios… La gente, aunque anduviese apurada con mil cosas que hacer, se detenía… porque se puede ignorar a cualquiera menos a un maestro. Y Gardenia, como de seguro lo hizo un día en medio del monte entre personas pobres, continuaba dando consejos que, más de una vez, abrían las puertas.
Cuando su sillón de madera dejó de aparecer en la cuadra… allá, cerca de la esquina de arriba, el barrio fue un tanto más desértico y los vecinos dejaron de detenerse antes de entrar a su casa y cerrar las puertas… Sin embargo, los niños que juegan pelota en la esquina con un pomo de medicinas y el palo de una escoba, aún batean con el miedo de que el proyectil dañe la piel de los frágiles brazos de Gardenia.
Mario
23/12/19 18:35
Gracias, profe.
Lídice Valenzuela
22/12/19 21:17
Maravillosa crónica, el género jíbaro, como dice mi colega Rolando Pérez Betancourt. Sencilla, profunda, sincera, con la distancia justa entre el periodisa y el motivo de la nota. Muchas felicidades, si escribes así siendo estudiante, ya quiero ver cuando tengas la experiencia del dia a día de la profesión,
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