Equivocação

Una tos irrumpe mi domingo. Me encuentro sola en casa y la justifico –a la tos– con la cerveza del día precedente frente al envidiable azul índico (así quiero llamarle a ese azul de estas costas, que me alivian la ausencia de Cuba, de Matanzas).

Aumenta la frecuencia del sórdido sonido en medio de la madrugada. Temo por mis vecinos, despertarlos, ¿contagiarlos?. Trato de no pensar…

No puede ser que me haya llegado así de fácil. ¿Dónde quedan las múltiples mascarillas, las sobrebatas que cuido ponerme y retirarme a diario, la pantalla que casi me enajena de todo, del sonido ambiente, de la voz de los alumnos, de los enfermos?

¿Dónde queda ese alcohol que pareciera llamarme cada vez que la vista panorámica roza el buró médico, ese alcohol a borbotones que constantemente se me seca en las manos?

¡El virus tuvo que haberse equivocado! Debió haber escogido, a lo mejor, a aquellos del descuido crónico, esos que veo por las ruas con el naso bajo, a los desafiantes que ríen de la pandemia, sin sospechar que le pasan por el lado.

Pero no… ¿se habrá empeñado conmigo?, ¿le habrán causado roña, curiosidad, misterio mis anacrónicos cuidados?, ¿tanto escrúpulo lo habrá ofendido?

¡Ay! Los huesos quebrados, la espalda alta con otra señal definitiva, los riñones en danza africana…

El enfermero introduce el ya familiar hisopo y, como quien tira dados al centro de una mesa, me avisa que veremos qué sale, como si se tratara de una rifa, un sorteo. Para mí, en cualquier caso, la ruleta rusa.

“¡Ahí está!, grita con evidente orgullo por su técnica perfeccionista sin advertir que su resultado me tirará por el chão: “Positivo”.