Carta desde Maputo. Conexión

Habíamos acordado mi esposo y yo sobrepasar nuestro “Síndrome de los 200”; dícese de aquellos recién llegados que aún no logran comprar algo por encima de este precio sin sentir un escalofrío de la mano al bolsillo, del pecho a la cartera…

Nos dirigimos entonces a TV Cabo dispuestos a contratar sus servicios de internet y televisión por cable. Torpes ante estas inusuales gestiones, apenas logramos decir que los canales contuvieran Cubavisión Internacional, novelas brasileñas y deporte. Después, en frío, pensé: ¿Y el canal de Historia Universal? ¿Y National Geografic? Bueno… ya lo veríamos con calma.

Apenas dos días transcurridos, nos comunicaron que un técnico iría a nuestro apartamento, que ya, de a poco, nos va supliendo la sensación de hogar atrás dejada. Esperaba a alguien apurado que, de seguro, se daría cuenta rápidamente que soy de las peores migrantes digitales que podría encontrarse.

Mi esposo, desde una reunión de última hora, me avisa que ya el técnico está en la puerta. Reúno lo “mejor” de mi reciente “portuñol” al borde de la boca. Sin embargo, contra todo pronóstico, aparece un hombre muy alto y delgado, sonriente, hablando un español cubanizado.

No tardó un minuto en transmitir de forma extraverbal su felicidad por encontrarse con cubanos en medio de su rutina diaria. Había estudiado en Cuba en los años más duros del periodo especial; recordaba todo lo vivido, pero, sobre todo, la calidez de la gente, la preocupación de un país por educar y sanarnos a todos.

Hablaba de los sitios que visitó, algunos de los cuales yo misma todavía no conozco, del congrí y de las guaguas, de sus fines de semana de la beca de San Nicolás, junto a colegas angolanos y del oriente de Cuba.

Yo, que soy conversadora experta y empática situacional, tomé asiento y lo acompañé en el recorrido por los detalles de una época que nos transportaba a nuestros 19 o 22 años, cuando divertirse en la universidad era apenas dejar el libro de anatomía abierto, montar rápido a un ómnibus de la Facultad de medicina y entregarnos a una función del teatro del Sauto o a un concierto de Moncada en sus afueras.

Luego regresar sobre los huesos y sus orificios, sus relaciones anatómicas, me dijo su nombre: Armando.

“Así se llamaba mi abuelo”, le dije apresurada. Encendió su vista y casi no sé en qué tiempo espetó: ponga aquí una contraseña y el nombre de su wifi.

Ya yo estaba conectada desde hacia rato con el cariño que un pueblo nos profesa en silencio y que, si queremos y andamos de este lado del mundo, a ratos destapamos para “conectarnos”.