Camilo representaba el día en que nos llevaban al río. Era amanecer un tanto más temprano y descender por calles distintas a las de cada jornada, para llegar a la plaza y cazar con la vista a “Miel de abejas”, el mismo florero al que años después, en secundaria, le compraría un príncipe negro que decía TE QUIERO por encima de otros que decían TE AMO, para que aquella muchacha, que ya guardaba una libreta llena de mis capullos, no creyera que moría a sus pies.
Sobre esa bicicleta con cajones, esperaban bien ordenados y formales los gladiolos rosados. En pequeños latones asomaban rosas desaliñadas, remolonas, con sus pétalos húmedos y sus tallos erizados, finos y contestatarios ante el descuido del roce.
En un pomo rebanado yacían las margaritas de distintos colores y, en otro, una multitud de azucenas sin matices, sencillas, que nadie compraba pero siempre estaban en el cajón porque, de alguna forma, eran el perfume de “Miel de abejas”, de su estampa de viejo gordo y calvo, de su casa y su gente.
Apartados iban los girasoles, grotescos, intensos al tacto y la vista, pesados, con su peludo y misterioso centro negruzco o carmelitoso del que siempre salía alguna hormiga o sobre el cual ocasionalmente se posaban las abejas.
Las flores se alejaban de la bicicleta de “Mil de abejas” y se regaban por toda la ciudad para luego terminar en el mismo sitio. Los maestros nos llevaban en hileras por entre las manzanas hasta coincidir con otras filas de niños que venían de otras escuelas con otros profesores y también traían flores en la mano, aunque solo fuera un ramillete de romerillos.
Llegábamos al puente, pensábamos en algún pasaje del libro de texto, dejábamos caer la ofrenda y la seguíamos hasta las aguas verdes, donde emprendían un lento peregrinar hasta nadie sabe qué sitio. Era como poner un vaso de agua, rezar, persignarse, prometer… resultaba, casi literalmente, un rosario.
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El Che representaba algo más abstracto que iríamos –no todos– comprendiendo y desenredando con los años, las anécdotas y el estudio.
En aquellos días de pañoletas era solo una estampa pintada en las paredes, una consigna, una boina, un poema y un niño, como cualquiera de nosotros, que se encaramaba encima de un montículo sementado de medio metro de altura para gritar: “Pioneros por el Comunismo…”
Quizás, sintiendo y pensando las mismas cosas que Guevara a esa edad, cuando “quería haber sido soldado de Pizarro; para mi afán de aventuras y mis ansias de otear momentos cumbres”, todos contestábamos que seríamos como el Che. Algunos lo repetían y nada más.
El Che se nos mostraba en las líneas que aparecían pintadas en los frontones de las panaderías para contar qué clase de hombres hacían falta en el mundo, tatuado en brazos, espaldas o pectorales, en ferias de artesanía, en pulóveres, jarras, pieles curtidas, calcomanías…
Y llegamos a verlo como moda, como un swing, hasta que comprendimos que la promesa de ser como el Che resultaba tan mágica y compleja como dejar cualquier privilegio de lado y salir a cambiar el mundo… y por lo menos intentarlo hasta que no queden fuerzas o, quién sabe, te las arrebaten todas de un solo golpe.
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