Decir algo nuevo sobre lo que ocurre en los últimos años, y que se agudiza en las últimas semanas, en el Mediterráneo no resulta fácil ni sencillo. Pero, además, posiblemente no deba de ser ese el objetivo de cualquier nueva interpelación sobre la llamada crisis de la emigración en el sur de Europa. Bien al contrario, lo urgentemente necesario es sumar voces de denuncia ante la brutal violación que reiteradamente se comete sobre los valores y derechos humanos más elementales de miles de personas. Podríamos hablar largo del derecho al libre tránsito de las personas, del derecho al asilo y de otros varios derechos recogidos en todas y cada de una de las declaraciones y convenios internacionales que Europa siempre ha firmado e incluso promovido con un importante protagonismo.
Sin embargo, hablamos y denunciamos la violación del derecho más básico, pero al mismo tiempo del más fundamental para el ser humano: el derecho a la dignidad como persona. El de no ser considerado como un animal al que se puede zarandear, encerrar, golpear, insultar o, simplemente, alargar en su agonía tras sesudos análisis de coyuntura y discusiones sin fin sobre cuotas o repartos de cupos.
El Mediterráneo se ha convertido en la mayor fosa común de la historia y sus fondos van camino de ser una alfombra macabra de huesos humanos de todos los tamaños. Sus islas, que en el imaginario literario e histórico siempre las hemos pensado como puntos de transición de culturas, pueblos y civilizaciones, o como pequeños espacios de tierra que salvan de naufragios, hoy se convierten en campos de concentración y bases navales militares para la represión y la disuasión. A esto se suman alambradas y muros fronterizos que se levantan, o declaraciones grandilocuentes sobre los valores humanistas de la vieja Europa.
Pero mientras, esa misma Europa se sigue encerrando en sí misma y trata de extender entre sus habitantes un cierto sentimiento de prevención y temor hacia las oleadas de emigrantes africanos y asiáticos que llegan exhaustos a playas y muros que bloquean su paso. Y en paralelo se busca hacer olvidar que precisamente este viejo continente es posiblemente el mayor migrante que ha tenido la historia del mundo. Emigración en el interior de sus fronteras, desde el norte hacia el sur y viceversa, y hacia el exterior, siempre en función de las diferentes épocas, intereses y guerras que lo han asolado continuamente. Ejemplos viejos son las migraciones de los pueblos del norte (llamados “bárbaros”) hacia el decadente imperio romano; ejemplos más recientes, los movimientos de miles de personas de los países del sur que en los años 50 y 60 del siglo pasado emigraban hacia el norte en busca de trabajo y de una vida mejor y que en los años más recientes se repiten, especialmente entre nuestra juventud ante la falta de expectativas laborales y de vida, por los ajustes y recortes neoliberales. Ejemplos intermedios en ese tiempo histórico, pero también altamente ilustrativos, han sido también la salida migratoria masiva de españoles, alemanes, irlandeses, suecos, escoceses o vascos, hacia el continente americano, y esto desde hace más de cinco siglos, y con intenciones, en la mayoría de las ocasiones, de sometimiento, conquista y explotación de los pueblos que habitaban esos territorios.
Esto último exactamente lo contrario de lo que hoy somalíes, libios, sudaneses, etíopes, sirios, iraquíes o afganos pretenden. Pues éstos no quieren conquistar nuevos espacios sino el derecho a una vida digna que se les ha arrebatado en sus países. Simplemente recuperar su derecho a la dignidad como seres humanos y con él poder construir una existencia que les ha sido robada por guerras, hambrunas, sequias o explotación de los recursos naturales de sus países. Y por todo ello habrá que recordar y reiterar, para que nadie lo olvide que, tanto en muchos de los casos europeos aludidos como simples ejemplos en el párrafo anterior como en los que posteriormente citamos para otros pueblos, nadie quiere abandonar su tierra, su familia, su país; que las migraciones, en la inmensa mayoría de los casos, solo se han dado, y se seguirán produciendo, cuando las personas no tienen opciones de vida en aquellos territorios donde nacieron y crecieron.
Por esto mismo, en esta denuncia sigue siendo urgente contar las verdades, romper con los silencios y redescubrir las razones que se ocultan pero que explican el por qué de esa salidas masivas de miles y miles de personas. Europa tiene una enorme responsabilidad por sus políticas coloniales desde el siglo XIX, pero también por las más recientes de expolio económico continuado en esos continentes. Y esto último, explica también la realidad de estructuras sociales y políticas frágiles, óptimas para la guerra o los regímenes dictatoriales que bloquean o pretenden dictar el (sub)desarrollo de los países africanos y del cercano y medio oriente.
Muchos dirán, especialmente la clase política y mediática tradicional, que no tiene sentido castigarnos con el látigo por la culpa de los errores cometidos en épocas pasadas o que eso mismo no arregla el problema hoy en el Mediterráneo. En realidad son los mismos que tratan de seguir ocultando las causas reales y profundas de esta situación. Aquellos que, sin embargo, para su solución solo tienen recetas de represión y pretendida disuasión que no hacen sino aumentar el número de muertos en esa enorme fosa común que es el mar. Y que, desde luego contribuyen, más si cabe, a la pérdida de la dignidad humana. Se manipula y explota a los países, se les expolia haciendo que la explotación de sus recursos no repercutan sino en el aumento de beneficios de las empresas transnacionales, de terceros ajenos a la vida de la gente, bloqueando una vez más las posibilidades de desarrollo de estos países, o se les incita a guerras fraticidas, que suelen esconder intereses comerciales o geoestratégicos europeos y norteamericanos, y cuando se acaba con las posibilidades a una vida digna de estas personas, se las prohíbe buscar ésta en aquellos países que con sus políticas son los verdaderos responsables.
En las últimas décadas, esta vieja Europa de valores democráticos y humanistas ha intervenido militarmente en diferentes momentos en la práctica totalidad de los países (y continentes) que hoy producen miles de migrantes y refugiados. Y en todos ellos, la también continua intervención económica y política nunca se ha basado en el respeto a sus propios procesos y culturas. Al contrario, siempre estuvieron basadas esas intervenciones en intereses económicos y/o geoestratégicos, para mantener a esta Europa en una posición dominante. Y luego, la clase política tradicional pretende ignorar los motivos y razones del resentimiento de éstos y otros pueblos hacia este continente y explica todo en base únicamente a fundamentalismos y radicalismos sin sentido.
Por todo ello, se pueden tomar decisiones inmediatas para resolver las consecuencias más duras de estos dramas humanos, pero mientras no se aborden en profundidad esas causas de los mismos y no se originen y desarrollen políticas estructurales que reviertan las mismas, la tragedia de la emigración y el refugio seguirá creciendo. Cambiará del Estrecho a Lampedusa, de las costas libias a las griegas, de Palestina a Macedonia, pero la vergüenza para Europa y sus proclamados valores y derechos humanos seguirán mermando hasta quedar en una triste mueca, en un discurso vacio e hipócrita ante el resto del mundo.
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