//

sábado, 18 de octubre de 2025

La isla y la ínsula, ¿antípodas culturales de consumo?

La verdad sobre un fenómeno complejo no puede darse a partir de los prejuicios, ni desde el simplismo ramplón…

Mauricio Escuela Orozco en Exclusivo 15/10/2025
0 comentarios
Cuba
Cuba

La cuestión de la identidad cultural va más allá de la creatividad en las bellas artes o de la producción simbólica de un sector elitista de los intelectuales. En Cuba, ha habido una preocupación perenne por lo que atañe a la visualización de lo nacional. Desde los orígenes del pensamiento ilustrado, autores como José Antonio Saco escribieron acerca de esos elementos que son quizás menos nobles, a la par que exaltaron las fortalezas que entraña el alma cubana. Somos a la vez que desinteresados, llenos de pasión y de ideales; parcos en propuestas concretas, amigos de la improvisación, hijos de caminos cuya esencia se pierde entre la copia a lo foráneo y la deuda perpetua por hacer nuestro propio destino. Cuba ha requerido en su historia recorrer una vez y otra los pasajes para que no se nos olvide de dónde venimos. En cada etapa, los hombres y mujeres de peso hubieron de recapitular en sus obras lo que nos distingue y valora, ya que pervive en la masa una voluntad desmemoriada, que se retrae con el calor del sol y que rehúye de los sacrificios en ocasiones así como de los razonamientos complejos.

 

No hay aquí que criticar lo que es menos glorioso de nosotros, sino asumirlo para que no se perpetúe. Lo que intento es relacionar determinado fenómeno que se observa hoy en el consumo de la cultura con aspectos de la construcción de lo cubano. En ese sentido, la insularidad como material ideológico y no cual fatalismo de la geografía aún tiene mucho que aportar. Esa matriz de análisis nos dice que en el camino hacia la emancipación del pensamiento hay que tener en cuenta que la condición de isla nos ha moldeado. O sea, más allá de que estemos en medio del mar y sin fronteras duras; lo insular es un núcleo subjetivo. En la construcción de la autoestima nacional ello ha tenido un impacto. Cuando algo se mueve entre el adentro y el afuera, las paredes de la identidad no son lo suficiente sólidas, sino que reciben ese impacto de lo transferible, de lo que muta. Lo externo tiende —por lejanía— a parecer mejor, desconocido, misterioso, incluso superior. Lo interno —por consabido— posee un empaque más familiar, cercano, toscamente asumido como de menos peso.

 

Es precisamente desde esa insularidad que se construye la imagen de un país dependiente, que debe recibir las influencias de afuera o de lo contrario será incapaz de sobrevivir y poseer un criterio. En ese aspecto íntimo de la nacionalidad se ha dado siempre la batalla más profunda, complicada, llena de contradicciones. La insularidad es nuestra levedad. Y es que leve es aquello que requiere constantemente de un manual para poder existir. La vida de una entidad soberana tendría que refundar sus bases sobre el magna de un principio indivisible. No solo se trata de la savia de los héroes, de la gloria o de las epopeyas que se narran en medio de la emoción sobre el pasado; hay que poseer un presente en el cual el movimiento de lo real se dé a partir de su propia astucia interna, de su núcleo no dependiente.

 

¿Cuánto de lo que hemos visto como negativo en el consumo cultural de los últimos tiempos no solo obedece a una forma de colonización sino al reavivamiento de la insularidad como elemento que nos vulnera? Esa preferencia por el afuera y ese impulso de extranjerización resultan normales cuando no se es capaz de crear aquí la alternativa, el proyecto, la expectativa. Aún está fresca en la memoria aquella canción pegajosa y popular: “Tú llorando en Miami, yo gozando en La Habana”. El estribillo nos decía que, aunque hubiese carencia y dificultad, en la isla se siente un regusto superior a lo externo. Era una época que, aun con la apertura de relaciones con los Estados Unidos, existía un apego indudable por proyectarnos hacia una cultura interna, propia y propositiva. La subjetividad y la forma en que un pueblo se mira a sí mismo no son elementos inmutables, ni que deban dejarse de largo. Cuando se dice que el país no es el mismo hoy que hace diez años, en realidad hay una alusión a que lo transferible es la mirada, el punto de vista, lo que concierne al juicio.

 

Moralizar el arte, cerrarlo en un estanco del cual no debe salirse so pena considerarlo otra cosa, no debería ser la política. Si en las canciones de reparto se alude a la violencia, al horizonte perdido, a las drogas, a la grosería, es porque el enfoque de quienes cuidan y estudian el consumo no está funcionando. No hay que poner las miras solo en el producto visible, sino en la metafísica invisible de la sociedad. Antes de llegar a la canción o al que grita una barbaridad en pleno espectáculo musical estuvo un niño en formación que no comprendió los límites y los entornos, la infinitud de la creación y sus funciones en la historia.

 

Lo simbólico hoy está más sujeto que nunca al mercado. Hay una relación dialéctica entre los niveles de prosperidad percibidos y la aceptación de determinados valores morales que antes —en otro contexto nacional— hubieran sido condenados. Ahí es donde la insularidad entronca con el debate de la banalidad del consumo. Si antes, cuando la isla era el horizonte de aspiraciones, las manifestaciones de mal gusto eran rechazadas; ahora cuando se impone una visión maniquea del afuera y del adentro pervive una permisión de intereses y de formas que son impropios. Me explico mejor: para quienes valoran a los símbolos, cantantes, productos culturales, no es tan importante lo que dices como lo que posee materialmente quien lo dice. Si usted parado encima de un descapotable, con ropas caras y cadenas, ofende a otra persona; es una tiradera y se asume como parte de una subcultura. No se le mide su nivel de agresión, de violencia e incluso de intimidación.

 

Puede parecer cruel, disparatado, incluso carente de lógica, pero lo simbólico opera de esa manera y construye significados que sustituyen la coherencia, atentan contra los contenidos reales y estables, destruyen la concordancia entre los tejidos sociales. El resultado está en un producto que cuando se consume no solo agrede, sino que legitima su propio paradigma. O sea, no solo derriba, sino que eleva su razón irracional, su motivación impropia. Cuando una canción dice que hay que usar un arma blanca para arreglar problemas o buscar jerarquía social mediante la violencia, no solo se tira abajo un valor —o muchos— sino que se erigen otros valores, los cuales a partir de ese momento son la norma, el medidor, lo “correcto”.

 

Por eso la cultura es material, porque aunque se manifieste a través de evidencias intangibles o perecederas, tiene una incidencia en la materialidad del humano. Hay que buscar su ser en las consecuencias, en los valores y las formaciones. Cada vez que se aborda esta cuestión, además, salen los defensores a rasgar las vestiduras porque supuestamente se está atentando contra un género musical per se, cuando no se trata de la musicalidad, ni de la cuestión de los ritmos, ni siquiera el formato; sino de lo que se ha apropiado de ese mundo y lo ha hecho un arma contra los demás. Una vez más no es el género, es lo que se ha hecho para instrumentalizarlo. Y se ha llegado hasta un punto que pareciera casi imposible salvarlo de ahí, darle otra dimensión. Mientras más acrítico sea el consumo y menos actúe la cultura como mecanismo de control sobre sí misma, peor irá a las cuestiones tangenciales de la política cultural.

 

Cada año, cuando ocurren hechos de violencia vinculados a los submundos de consumo, se intenta desvincular, hacer una separata entre los fenómenos sociales y verlos de una manera metafísica. Lo correcto, lo sociológico es acercarnos a ello con la responsabilidad que conlleva y estudiarlo. ¿Existe una marca en los casos de agresión tanto física como espiritual que se conecte con un tipo de consumo? La polémica debería haberse abierto, pero ni siquiera se establece. Decirlo pareciera un anatema, una especie de pecado o de disparate.

 

La verdad sobre un fenómeno complejo no puede darse a partir de los prejuicios, ni desde el simplismo ramplón. Si perviven marcas de marginalidad no es un buen camino potenciarlas y hacerle el juego al cambio de paradigmas. Si tenemos en la psicología nacional algo como la insularidad, lo propositivo sería estudiarlo y ver cómo sus consecuencias tanto negativas como positivas conforman la autoestima colectiva y cómo eso incide en lo que consumimos. No se trata de decir no al reparto, sino de decir sí al análisis, a la coherencia, a una visión intelectual de la cultura.

 

Los pasos que se han dado en los últimos años, por el contrario, tienden a reforzar esa concreción del paradigma invertido que posee como cimiento la insularidad que potencia el afuera. Es hora de que la conciencia entre en su sitio referente a la hora de montar las políticas culturales. Nada de lo que se haga fuera de tiempo, alejado de lo que somos y favorable a la inversión de valores; va poseer un resultado poderoso, constructivo y eficiente.

 

Saco hablaba de una nación bañada en sol, donde el calor y sus efectos impiden cuestiones como el pensamiento profundo y complejo; sin embargo él mismo era un filósofo que llegó a dejarnos piezas de una sociología impresionante. Lo que en realidad quiso decir era que la ínsula mal entendida, vista solo como lo que nos cansa, como lo que nos detiene; sí resulta contraproducente. En cambio, la isla nación —la que posee una identidad que guardar y la hace conciencia— sí va en la dirección que se requiere en términos de transformaciones culturales.


Compartir

Mauricio Escuela Orozco

Periodista de profesión, escritor por instinto, defensor de la cultura por vocación


Deja tu comentario

Condición de protección de datos