Cuando era niño y mis abuelos vivían en el valle del Yumurí, cada domingo resultaba una fiesta. No había electricidad y, al llegar la noche, el viejo farol chino, que solamente abuelo podía tocar, regalaba claridad a nuestros ojos.
En aquellos tiempos estábamos todos. Mis abuelos, mis tíos y tías, los primos que sumábamos 17, los vecinos de las fincas cercanas y los amigos que –no está de más recalcar– eran muchos y buenos.
Éramos felices, nuestros problemas no iban más allá de ir a la caza de mamoncillos y mangos sin que los mayores lo notaran, porque los mamoncillos hasta agosto no se podían comer, mientras los mangos, solo después de las aguas.
En aquella especie de batey familiar no vivíamos todos, por lo que puede que faltase algún que otro miembro del “clan” a las reuniones del domingo. Sin embargo, jamás faltó nadie al cumpleaños de los abuelos y, mucho menos, al día de las madres o los padres.
Mi mamá y mis tías pasaban por costureras, arreglándoselas –no sé cómo– para que ese día, el dichoso segundo domingo de mayo, cada una de las hermanas, cuñadas o sobrinas con experiencia materna tuviesen un presente.
No había lujo; los regalos eran funcionales. El trapito de la cocina o la agarradera, las chancletas plásticas, la bata de casa confeccionada con algún que otro recorte de tela en desuso que, haciendo maravillas, la tía Yiye lograba terminar.
Los cakes, que por aquellos tiempos venían a la bodega en fechas señaladas, se guardaban para llevarlos a esa casa, la de abuela Pino, una isleña de Canarias que llegó a Cuba siendo apenas niña.
Los adornos artesanales aparecían para sustituir los de años anteriores y dar vida a la morada matriarcal, así como las postales alegóricas que abuela colocaba entre las hendijas de las tablas de palma.
Eran buenos tiempos. Abuela falleció y nunca más fue lo mismo. Las hijas –mi mamá y mis tías– intentaron mantener la tradición, pero no fue igual.
Han pasado los años. Ahora, muchos físicamente ya no están, algunos incluso partieron, podríamos decir, antes de tiempo. La descendencia resulta más numerosa, como ocurre con todos los árboles en su camino sin fin.
Ya no nos reunimos. Apenas una llamada telefónica. Los días de las madres se reducen a la familia que cada cual fue creando, mientras el árbol común a veces amenaza con convertirse en sedimento del olvido.
Internet logra el frío saludo que en tiempos pandémicos se hace único y necesario. Pero ¿qué ha pasado?, ¿qué pasará después?
Tendremos un día de las madres diferente, aún más frío y distante. Nadie podrá viajar a otro municipio u otra provincia, menos que menos a otro país.
Respecto a los camposantos, faltarán las flores de algunos hijos a los que los océanos, cordilleras y mesetas nos separan, por disímiles motivos, de las tumbas. O quizás no falten, porque son varias las ramas que se desprenden de cada tronco y olvidar no es fácil, aunque sea, quizás, lo que menos duele.
A las madres se les recuerda todos los días, se vive por ellas cuando no están y, sencillamente, se les sigue amando.
El más universal de los cubanos sentenció: “las madres son amor, no razón; son sensibilidad exquisita y dolor inconsolable”.
Y para algunos, yo entre ellos, José Martí expresaría: “No cree el hombre de veras en la muerte hasta que su madre no se va de entre los brazos. La madre, esté lejos o cerca de nosotros, es el sostén de nuestra vida. Algo nos guía y ampara mientras ella no muere. La tierra, cuando ella muere, se abre debajo de los pies”.
Eduardo Acosta
10/5/21 10:01
Hermoso escrito!!!!gran homenaje a las madres!!!!
Eleidys
10/5/21 2:54
Bello y sí que recuerda mucho la vida de cuando mis abuelos eran jóvenes. Que pasada. Te queremos.
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