EL CHOFER
Con la parsimonia de quien sabe qué hacer y el automatismo propio de conjugar el acelerador, el freno y el embrague, tararea alguna canción de cuando los dos mil eran bebés y vigila los retrovisores, el frente y las puertas.
Al costado derecho del conductor, una mulata formula preguntas picantes y ríe de forma escandalosa mientras lo abraza a medias; la otra mano queda disponible para cobrar, dar palmadas nerviosas sobre su muslo y matizar el proceso comunicativo, como quien busca con los gestos la manera de colocar signos de exclamación a sus palabras.
El chofer lleva horas recibiendo improperios, los que se ha ganado y los que no. Apenas ha respondido a un tercio de ellos porque sabe que el camino es largo y conoce las caras y los tonos de agravio mejor que nadie, así como sus peligros. A estas alturas, tiene más o menos aprendido que algunas cosas mejor se dejan pasar.
Por lo pronto, acelera un poco en las rectas, experimenta con la inercia y otras leyes de la física, se salta cierta parada, recibe nuevos gritos y, buscando impacto social, manda a caminar porque el pasillo está vacío y él no mueve “el carro hasta que la gente colabore”.
EL COBRADOR
Conversa con la mulata y detecta que tres pasajeros han ingresado por la puerta del medio obviando las retribuciones económicas. Se lanza a la calle, trota hasta la entrada del fraude y encara a los infiltrados.
–Oye… ¿Y ustedes no pagan?– inquiere con aires de reto.
Uno de ellos le responde que no tienen con qué y luego le explica algo en inglés a los otros dos que se miran asustados.
–Eeeeeeh… pero eso no es así– insiste el cobrador.
–Locol, qué tú quieres, ellos son extranjeros y no tienen para pagar.
–¿Entonces, por qué se montan aquí? Dame el dinero, anda.
El guía intenta ridiculizar a su oponente y replica:
–A ver, chico, para que no jodas más, ¿cuánto tú quieres?
El ómnibus repleto… El empleado traga sus ganas de apagar insolencias a lo escuela de barrio y, de un pequeño paso, coloca su rostro a escasos centímetros del rival:
–Yo quiero los cuarenta quilos por cada uno que vale la guagua. Pagan o se bajan–, deja ir apacible.
El guía, a punto de la derrota, aplica una jugada maestra. Extrae dos pesetas del bolsillo trasero del pantalón y las entrega con desdén.
–Ahora te arreglas tú con ellos– da la espalda bruscamente, dice unas palabras en idioma foráneo y se pierde entre los pasajeros. Todos espantados; el cobrador malamente “machuca” el español y los yumas todavía no saben ni lo que significa “asere”.
***
Pasando el acordeón, cerca de la tercera puerta, una mujer, de pie y con treinta años, lleva a su hija en brazos. La selección de lo más marginal de algún barrio de la periferia anda con una botella de ron que viaja de mano en mano, de boca en boca, en lo que sería la versión etílica de la pipa de la amistad.
La retahíla de chiquillos ruidosos –algunos no tan chiquillos– se amontona en la puerta de atrás. Hablan a gritos, como quien necesita la atención del mundo. Afloran las anécdotas machistas de la conquista bárbara y el cuento del presunto bofetón, acompañado de detalles casi gráficos, antecedentes y posibles consecuencias.
Andar en manada –o en jauría– consiste, para cada integrante, en intentar demostrar al resto de qué se trata ser miembro y, en todo momento, dar la talla o superarla… Eso sí, jamás quedar por debajo. Los que subyacen sencillamente no encajan a menos que se dispongan al siempre bienvenido oficio de la guataquería.
La pandilla de la puerta se comunica mediante lugares comunes; son simpáticos, patéticos y predecibles.
***
Decorando el ambiente están también dos maletines sin nombre cerca de cinco o seis travestis de varios looks, tamaños y colores. Observan con desconfianza y desprecio a aquellos que tratan de ignorar su presencia, como si una enfermedad mortífera y contagiosa estuviera sentada en los últimos asientos de la guagua.
Aguantan, resisten las burlas, los cuchicheos, los esbozos de asco y, al bajar del vehículo, no miran hacia los lados o atrás. Continúan su camino con la barbilla enaltecida, como quienes gritan en silencio: “somos, además de libres, iguales o mejores que tú”.
***
Un borracho da consejos, estrecha manos, pide abrazos, apesta y bebe de un pomo azulado que contuviera agua en sus días de etiqueta.
Surca esa edad nebulosa y difícil de definir, la de “la media”. Ensarta con sus pupilas de neblina y dice: “tú sabes que no hay lío. Hazme caso que yo sé lo que digo. Olvídate de eso. Dame la mano, contra”. Le siguen la corriente.
Da tumbos por la guagua a medida que se vacía y, al acomodarse en el asiento, queda pensativo y su cabeza va cayendo de a poco con el mentón al pecho, producto de una mezcla de sueño con mareo y cansancio. Abandona el puesto, abraza a un señor que lo sostiene y baila el ritmo disco que levita desde una bocina portátil.
A cien metros de la última parada, en un destello de lucidez, construye a gritos un lamento universal:
–Yo soy un hombre, carajo… y valgo lo que valgo… y valgo más que el dinero…
Luego, exclama una palabrota bien nacional y vuelve a quedar medio dormido.
***
A las guaguas hay que tocarlas, olerlas, mirarlas, oírlas y saborearlas con un filtro de poesía para no sucumbir de manera directa en el oscuro e inútil pozo de la desesperanza.
Representan más que un elemental espacio público, más que ortoedro con ruedas y tamaño de contenedor… Los autobuses cubanos son como juegos de dominó donde te aprietan, te gritan, te ríes, te encabronas, te pasas, te trancan, te dan la salida, te la quitan y te pegas.
También podría definirse –recurriendo a tecnicismos de la química– como el espacio cerrado cuasi hermético y relleno de elementos variados a los cuales se les aplica presión y calor por un tiempo indeterminado.
Pero, en fin… la guagua parece haber sido pensada y desarrollada para gente con cierto nivel de valor y guapería; gente de puerta entreabierta, sangre caliente y cabeza fresca.
Yamila
24/9/19 13:22
Hola al menos este omnibus era articulado y de tres puertas, pero el que se monta en una DIANA es si sabe lo que es la vida
Bombadil
23/9/19 15:56
Que lástima que nuestros dirigentes no cojan guaguas para que no se perdieran historias tan cotidianas o lamentables como estas
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