Como en un susurro la madre le arropa, le acuna, le amamanta, le bendice… Entre sus brazos, no importa la edad, renace siempre la vida. Años de desvelo y amor, de silencio infinito, de constante osadía, de mágico abrazo… hacen de cada madre un ser único para cada hijo.
Y es que las madres son pasión, no razón. Firmes defensoras de la inocencia y el cariño de sus retoños, grandes madres han dejado para la historia no solo grandes hijos, sino que se han convertido para ellos en permanente fuente de inspiración, en horcón imprescindible ante las encrucijadas de la vida.
“Solo sé que tengo una necesidad física de que aparezca mi madre y yo recline mi cabeza en su regazo magro y ella me diga: ‘mi viejo’, con una ternura seca y plena y sentir en el pelo su mano desmañada, acariciándome a saltos, como un muñeco de cuerda, como si la ternura le saliera por los ojos y la voz […]”, escribía Ernesto Che Guevara en su relato “La Piedra”, para no olvidar el día en que lo golpeó la peor de las noticia en medio de la selva: la muerte de su madre.
“No es necesario pedirle perdón; ella lo comprende todo; uno lo sabe cuando escucha ese ‘mi viejo’”… Así amó y sufrió el Che a su madre, la valerosa Celia de La Serna, acicate constante en su vida desde que apenas era Ernestito.
Y es que la madre “…esté lejos o cerca de nosotros, es el sostén de nuestra vida […] — publicaría el 25 de junio de 1892 José Martí—. Algo nos guía y ampara mientras ella no muere”, decía luego para dejarnos la imagen sublime de ese ser noble y generoso, acicate perfecto ante el más insospechado dolor.
En mayo de 2014, cuando apenas iniciaba el día en su fría celda, Antonio Guerrero Rodríguez, uno de nuestro Cinco Héroes, escribía a su adorada madre por el día de su cumpleaños y la describía hermosa, siempre hermosa ante su mirada de hijo enardecido.
“…hermosa, fuertísima, firmemente revolucionaria […]”, así era ella entonces para él, así lo continúa siendo hoy “[…] como el más sublime ejemplo de amor que me ha dado la vida.”
Carmen, la muchacha de las Islas Canarias de la que Gerardo Hernández Nordelo heredó mucho del amor y el humor que lo salvaron del odio durante aquellos infinitos días grises tras las rejas, no pudo esperar el regreso de su hijo a casa, pero desde la distancia física que los separaba entonces supo ser siempre para él sanadora del dolor, coraza de vida.
“A mamucha, de su nene…”, pidió escribir Gerardo en las cintas sobre las flores que la acompañarían hasta su última morada. Mucho antes, en su libro sobre el poder del amor y el humor, la había llamado “viejuca linda” y nos aseguraba que “si algo hay en mí de nobleza y bondad, sin duda alguna lo heredé de ella”.
“Te escribiré un poema que alcance el universo,\ y aún temo sea pequeño para alabar tu amor,\ llevará mil palabras apreciando tus besos,\ aquellos que sanaron mis llagas de dolor.” Anhelo se titulaban los versos dedicados a ella donde le confiesa que es el amor que le profesa el “que me ilumina y protege la razón”.
Y nuestra Cuba tendrá que rendirle honores siempre a otra madre horcón, sobre cuyos hombros pesaba también la constante preocupación por todos en casa, de cuyo vientre nacieron hombres de honradez, entereza y respeto… Lina Ruz, aquella que nunca perdió las fuerzas para volver a empezar, incluso, en medio del más apabullante desconcierto… Ella, que de alguna manera ha sido también protagonista de un tiempo y de una Revolución a la cual obsequió lo más preciado de su vida… sus hijos.
Anónimas muchas, incondicionales todas… De nuestras madres nacerán siempre el mejor abrazo, la caricia perfecta, el regaño oportuno…
Arropados en el abrazo de una madre nada puede salir mal, junto a ella nos sentimos siempre insuperables… aunque a fin de cuentas terminemos andando nuestra propia vida, y cada madre sepa que poco o nada puede hacer para evitarlo.
Pero de alguna extraña manera otra vez renacen, para apoyarnos desde la retaguardia en nuestras más insospechadas determinaciones, con el abrazo protector en ristre, con una resuelta aceptación del más mínimo riesgo.
Los hijos, acunados con amor, definitivamente crecen… y cada madre, que nadie jamás lo dude, crece siempre un poco con ellos.
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