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miércoles, 6 de noviembre de 2024

La fábula del serrucho

En ocasiones escucha ruidos extraños, siente vibraciones y se cuestiona qué estarán arreglando en el piso de abajo o en la calle...

Mario Ernesto Almeida Bacallao en Exclusivo 03/11/2019
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Fábula del serrucho
Se trata del dichoso serrucho que, desde hace rato, con la minuciosidad del detalle y la constancia, le viene dando la vuelta

No existe una herramienta que tenga más dientes que el Serrucho o, al menos, una fila de incisivos tan larga. Anda por cualquier recoveco y de tan escrupuloso –se pasa trapito con grasa y todo– muchos podrían confundir sus funciones y capacidades, olvidando que sus plateadas y acicaladas púas, si algo hacen, es roer madera.

Cualquier tipo de palo perece ante el Serrucho: desde el flexible guayabo hasta la preciosa caoba, pasando, incluso, por el regio caguairán. Parece torpe e inofensivo. Claro, como no tiene la contundencia del martillo, la agilidad del machete o la precisión punzante del destornillador, lo ven medio sonso de aquí para allá, sobre el mismo trillo, sin percatarse de que no busca distancia o kilometraje, sino profundidad: está abriendo un surco.

Y los surcos, por lo menos en la madera, suelen conllevar peligros, sobre todo para quien está sobre ella, sobre todo si el surco dobla, dobla y dobla, como quien pretende un redondel.

El que está en la tabla se confía y despreocupa porque lo suyo no es eso, tal vez no conozca sobre esa clase de marañas.  Ve llegar al serrucho con sus dientes para abajo, pseudogentil, jocoso, diciendo en cuatro ampulosos párrafos lo que podría expresar en una línea, adulador… y el de la tabla sigue la rima y luego se olvida de él.

En ocasiones, escucha ruidos extraños, siente vibraciones y se cuestiona qué estarán arreglando en el piso de abajo o en la calle. Y se trata del dichoso serrucho que, desde hace rato, con la minuciosidad del detalle y la constancia, le viene dando la vuelta.

Un día llega el señor a su tabla y sorprende la nariz del serrucho traspasándola:

–Eh, Serru… y ¿tú que inventas? –cuestiona desde el recelo.

–Nada, hermano. Tú sabes, en lo mío, haciendo par de arreglitos a mi techo. Pero no te ocupes, esto lo repongo en un dos por tres.

Cuando usted vea un serrucho arreglando el techo… ¡preocúpese!; anda buscando como tumbar al de arriba para encaramarse él. El de la tabla, a veces inocente, engañado, cae redondo y, cuando viene a ver, su tablado está como nuevo, pero con el dicharachero serrucho ocupa su puesto.

Y ¿qué va a hacer? Si hasta lo sospechaba. Cuando venía no lo paraba en seco por pena o simple desprecio y se reía pensando en la locura de que un serrucho tuviese manías de guataca. También sabía que él mismo pudo haber removido su propia tabla con algún que otro salto fuera de lugar.

El “extabla” recuerda entonces, con escalofríos, la sonrisa amplia y lustrada del serrucho, que después de un trabajo voluntario o de realizar simplemente lo que le correspondía, llegaba exhibiendo su sudor y con frasecitas al estilo de: “¡Qué suerte que yo estaba ahí!” o “Lo bueno es que yo anduve al frente de aquello, porque si no…”.

También escuchaba a “trastabla” las histéricas palabras del susodicho a sus subordinados –que lo conocían mejor y lo ninguneaban: “No me hablen así, porque el día que este de aquí no esté, nadie hará las cosas mejor que yo y se van a embarcar. Es que esto me pasa por bueno, por pensar siempre en los otros”, concluía con tal despliegue de altruismo.

En su nueva tabla, el Serru cuenta con nuevos techos para roer –retos, así les dice– y nuevos jefes de tabla a los cuales mostrar sus capacidades de “monstruo del trabajo”, con una labia hiperendulzada que nunca termina por carear sus púas porque –no se confundan–o hablamos de un profesional. Y va como un tiburón, desde abajo se ve aterrador y desde arriba, sencillamente, no se ve; ha evolucionado para lo que hace.

Lo peor de todo resulta que el serrucho tiene alumnos. De alguna forma –el tipo tiene dientes pero no es bruto– se ha colado en la academia y a cada aprendiz le muestra las bondades de la desconfianza, de “trazar estrategias” y de tener bien afilado cada incisivo; “si no… no se avanza”, saca su sonrisa cínica y concluye.


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Mario Ernesto Almeida Bacallao

Periodista y profesor de la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana


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