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viernes, 1 de noviembre de 2024

La Barba

Nos dimos cuenta de que ello no sería posible con la vestimenta habitual de un estudiante de noveno y sacamos de abajo de la tierra un uniforme verde-olivo, que me quedaba ancho, cierto, pero que me convertía en algo bastante parecido a un soldado...

Mario Ernesto Almeida Bacallao en Exclusivo 13/08/2020
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Fidel Castro Obituario
Fidel Castro Obituario

Me botó la barba, Alián, me botó la barba.

¿Te acuerdas? Estuvimos ensayando tres noches seguidas para declamar el discurso: los movimientos de las manos, la forma de agarrar el papel, la postura de la cabeza, la actitud del mentón. Por tratar, hasta quisimos mover las orejas.

También la voz. Procurábamos las inflexiones exactas, las pausas en los momentos oportunos, armonizar el habla con la gesticulación y recrear un “él” perfecto, casi preciso. No buscábamos la risa de nadie, la burla, solo intentábamos que la secundaria completa sintiese que era él quien hablaba.

Y nos dimos cuenta de que ello no sería posible con la vestimenta habitual de un estudiante de noveno y sacamos de abajo de la tierra un uniforme verde-olivo, que me quedaba ancho, cierto, pero que me convertía en algo bastante parecido a un soldado.

Quisimos que fuera sin gorra como en sus mejores discursos, cuando se paraba con la testa descubierta frente a un micrófono, ante cientos de miles de personas, y así, con el pelo rizado, oscuro y no muy largo –“lindo”, diría mi abuela–, convencía a la gente de que cada pequeño paso que se diera tendría un impacto universal, porque se trataba de una pelea a muerte no por dinero, sino por principios, hidalguía, moral. Y todos le creían.

Muy probablemente tenía razón, porque desde allá seguían llegando las amenazas, los chantajes con la voz gutural de quien ladra desde arriba a una república bananera. Y él se ajustaba el zambrán y respondía de tú a tú, con más “presidio” todavía, como dicen en el barrio, y nos involucraba y decía que nadie tenía miedo. Y se nos hinchaba la vergüenza que es mucho decir y poníamos cara de chacales en celo protegiendo guarida.

Digo nosotros y casi que ni siquiera somos tú y yo. Hablo de tu padre y mi madre, de tus tíos y mis abuelas, del boxeador, del pelotero, de los gimnastas, de los judocas, de los kayakistas, de los corredores, de los cojonudos y las cojonudas que fueron al África, a Nicaragua, a Bolivia… y todo eso, lo malo y lo bueno, porque hizo que nos sospecháramos invencibles, como en esa fábula para niños en que el duende le da al almiquí un poco de agua con miel de abejas, le asegura que es una poción mágica y, acto seguido, al almiquí se impone al perro jíbaro y lo vence.

Después, Alián, pensamos en la barba, la dichosa barba, y asumimos que sería dibujada. Con plumón oscuro o bolígrafo, ¿qué nos iba a importar? Pero la profe –gorda, rojiza, maternal– escuchó y metió la cuchareta. Prometió que ella misma haría una de papel maché, con relieve y todo, matizada con acuarelas… y así lo hizo.

¿Te acuerdas? Se metió la noche en eso. Le abrió incluso un orificio en cada extremo para atar un fino cordel que subiría por el pelo de mi patilla y me recorrería la nuca.

Y nos fue bien. Balbuceé  el discurso prácticamente de memoria, con mis zapatos escolares que eran mis botas, con el traje verde olivo, con la dichosa barba, mi cabello ondeado, no tan oscuro, algo corto, las inflexiones de voz, el movimiento de las manos. Quizás, sin darme cuenta, moví alguna de las orejas.

Abandoné eufórico el micrófono; todos nos felicitamos del otro lado del muro. Antes de ir a cambiarme, le pedí a la profe –otra– que me sostuviese la barba. Ella solo había estado ahí como está un búcaro en la mesa pero, tal vez, ni nos escuchó declamar y hoy la entiendo, porque con veintiún años vuelan otras cosas en la cabeza.

Minutos más tarde, cuando regresé, ella ­–esbelta, fina, piel trigueña… hermosa como era– no estaba por ninguna parte y mi barba –de papel maché, prieta, sucia– yacía tirada como basura en el suelo.

Entonces la vi pasar a lo lejos y la miré con el mismo dolor con que lo hiciera mi abuela años después al atraparme cortando su mata de “Yo puedo más que tú”, rostro de no sabes lo que haces, lo que costó, lo que rompes.

Y, Alián, hermano, sin ningún escrúpulo por el polvo, recogí del suelo la barba, mi barba, y la colé en la mochila, con el propio aire obstinado y renacentista de la mata de “Yo puedo más que tú” que, tras dos años de mi crimen, ha vuelto a retoñar del picotillo de tronco que le dejé a ras de tierra, como quien, además de honrar su nombre, sale a decir: “¡estoy vivo!”.


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Mario Ernesto Almeida Bacallao

Periodista y profesor de la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana


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