¿Y qué es la cubanía?, me preguntó un lector hace algunos meses, vía correo electrónico, y desde entonces la interrogante me ronda e incita. Las respuestas categóricas suelen ser peligrosas, dejan fuera los matices, las pequeñeces sublimes; y lo cubano es demasiado hondo como para quedar preso en una definición.
Podría alguien aventurarse a afirmar que las personas nacidas en esta tierra son, por antonomasia, extrovertidas, bailadoras, jugadoras de dominó… y no estaría de espaldas a la verdad, pero esos rasgos generalizadores excluyen a muchas, empezando por mí.
La cubanía, marcada también por el café —margo y escaso—, la yuca con mojo, el olor a salitre y palma, y esa cualidad, digna de ser envidiada por el resto del mundo, de extraerle lo risible a cualquier tragedia, grande o pequeña, sobrepasa las fronteras de los estereotipos, para instalarse en lazos etéreos e irrompibles.
Por eso, cuando se impone la circunstancia del agua por todas partes —maldita o bendita según se mire— y un hijo de Cuba, la irredenta y utópica, marcha a otros sitios en busca de caminos disímiles, no deja de ser un modo de inventarse uno nuevo, sino que lleva consigo una nostalgia optimista para fundar.
Y del otro lado del mar se les reconoce más que por los gestos amplios y el desenfado, por una vocación de solidaridad que no sabe desconocer a los vecinos o dejar a alguien tirado en la calle; y también por hallar en cualquier coterráneo a un hermano, y por un respeto a la bandera y a Martí que roza la devoción profesada a las reliquias familiares.
Un cubano que se va de la isla no es uno que se pierde, porque hay un orgullo de nación, un amor al archipiélago de las singularidades que no logran enfriar las horas de viaje en avión ni la nieve. Y ese soñar contante con los frijoles negros y el tamal en cazuela, más que con preferencias culinarias está ligado a infinitas raíces: raíces que unen a una diáspora enamorada de sus orígenes y con una identidad tan sólida como el arrojo mambí.
Claro que habrá excepciones, pero no vale hablar de las manchas que afean el sol del mundo moral, cuando tantos hijos de Cuba, allá donde estén, siguen atentos a que el viejo se tome la presión, la prima termine a tiempo la tesis, y la sobrina quede linda en las fotos de los quince. Esos que tiemblan ante la amenaza de un huracán y siguen el parte meteorológico de Rubiera con estremecimiento, aun cuando donde vivan hoy no sepan siquiera cómo de cruel sopla un ciclón.
¡Hay tantos de esos que aunque no coincidan con nuestro modelo político, jamás concebirían la deshonra de desearle un mal a su pueblo! Y se alegran por cada victoria deportiva o médica, así como critican, porque solo es indiferente quien no tiene pasiones dentro.
¿Qué es la cubanía? Hay entes con esencias tan profundas que le saltan las costuras a cualquier concepto. No sé desde qué geografía me provocaba aquel lector, ni si esperaba una réplica matizada por guayaberas, sombreros de yarey, décimas, malecón, ron Santiago, héroes o Elpidio Valdés.
Creo que solo puedo devolverle otras interrogantes: ¿Cuánto desesperas por Cuba? ¿Qué luz interior te alumbra cuando te declaras cubano? ¿Cómo de intenso es ese sentimiento que el himno incendiario y bayamés te despierta? En esas respuestas quizás esté la respuesta mayor.
Hay tantas cubanías como cubanos, no existen recetas ni demarcaciones, tan solo un palpitar limpio hacia la isla y un no querer morir sin su recuerdo.
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