Catalina de Velázquez estaba casada con el alcalde de Remedios Manuel Rodríguez. La sociedad los había obligado a unirse por conveniencia ya que ambas familias poseían las mayores propiedades en la villa. Nada iba bien en el matrimonio. Desde la primera noche, la mujer notó el desinterés de él, quien se volteaba hacia el otro lado y enseguida estaba en los brazos de Morfeo. Lo que se pensaba que iba a ser una familia numerosa, con descendientes herederos de ambas fortunas, poco a poco cayó en la nada.
Manuel, no obstante, nunca la trató mal y llegó a tomarle cariño a la muchacha. Ella se sentía, a pesar de todo, acogida en la vivienda señorial de las afueras donde estaba lejos de la mirada inquisitiva de la sociedad y las exigencias. Todos los viernes, la madre de Catalina venía hasta la casa montada en un burrito con un esclavo que la abanicaba. Las preguntas se sucedían una tras otra. ¿Él te toca?, ¿ya se consumó el matrimonio?, ¿por qué no quedas embarazada? En medio de la enorme presión, Catalina llegó a desear que la unión carnal aconteciera. El esposo no solo no la llevaba a cabo, sino que al menos dos noches en la semana no dormía en el lecho. Cuando terminaba de cenar, cogía su caballo y se iba monte adentro, más allá de la finca de los Pavía, hacia el cayo de maleza que se formaba en torno al río de la Quebrada.
Catalina aprovechaba las noches en solitario para su pasión: imaginar historias. No sabía leer ni escribir —cosa común en aquella época— pero su amistad con el viejo escribano de la villa durante la etapa de la infancia cautivó cierto gusto por las historias fantasiosas de reinos lejanos y amantes que surgen como salvadores de las doncellas. Ella recordó en aquellas jornadas junto a una vela encendida y en soledad cómo a la edad de trece años el escribano visitaba la casa de su padre y vertía cientos de anécdotas, cuentos, sucedidos que se confundían en lo real y lo ficticio. Entre las narraciones más llamativas estaba la de una mujer soltera que había heredado un imperio, pero jamás se casó. Entonces, un buen día, aquella reina virgen conoció a un marinero del cual cayó enamorada. La unión carnal, repetida muchas veces en la torre del palacio, trajo consigo murmuraciones, desprestigio y vergüenza. Finalmente, la monarca tuvo que mandar a decapitar al amante y así acallar los chismes malsanos. Era eso o una crisis moral que traería consigo la caída del imperio. La joven esposa pensaba en aquel amor apasionado y lo contrastaba con lo que le tocó a ella. Él no era malo, le compraba lo necesario, la tenía con los mejores vestidos y en la vivienda no faltaron el lujo y el oropel hasta para realizar bailes extravagantes, pero siempre los seguían los comentarios de los vecinos: ¿qué pasaba en el matrimonio entre Manuel y Catalina que no daba fruto?, ¿una maldición?, ¿una enfermedad?
A esa misma hora en la cual Catalina se quedaba reflexionando en la casa, con los ojos clavados en la pared y las sombras de la vela, Manuel cabalgaba más allá de los caminos aledaños, adentrándose en los bosques hasta perderse en caseríos maltrechos en los cuales vivían las personas más pobres de aquella naciente sociedad criolla. Allí, casi llegando al muelle abandonado del puerto viejo, en medio de yerbazales y sargazo, estaba la vivienda de Juana Márquez, una mujer hija de aborígenes con españoles, a quien su padre solo le había dado el apellido. No bien el hombre se bajaba del caballo, se fundía con la mujer en un abrazo que terminaba en la cama en una sesión prolongada de sexo. La pasión los dejaba exhaustos para levantarse a la mañana siguiente, pero aun así el joven tomaba el regreso. Muchas veces pensaban en casarse, pero la sociedad iba a condenarlos al ostracismo. Ella una pobre que vivía en un bohío miserable de techo de yaguas. Él, heredero de su padre, quien le legó no solo la fortuna material sino el nombre de una familia de origen hidalgo.
En su ingenuidad de juventud —contaba apenas 18 años— Catalina no halló una explicación coherente para el olor a perfume que traía su esposo. Seguramente es por las flores silvestres del campo que lo rozan al pasar en el caballo, pensó. Manuel llegaba al amanecer, deshacía su parte de la cama y caía dormido unas dos o tres horas más. El resto del día, Catalina se lo pasaba con los esclavos, sembrando flores en el jardín de la casa o mirando a lo lejos más allá de las colinas donde ella imaginaba que era el mar. Nunca a lo largo de su vida pudo salir sola, por ende, jamás vio las olas ni la arena. Todo lo que conocía al respecto lo escuchó de otras personas. De allí, de las aguas inmensas, provino el amante de la reina, ese que tuvo tan oscuro final. Y la muchacha se enternecía imaginando a aquel hombre, cuyos cabellos negros, cuerpo acerado por el trabajo y mirada profunda de color azul la deshacían.
Aquel viernes de Cuaresma, cuando según dicen siempre las viejas del pueblo no es bueno andar solo por ahí, se oyó un estallido, luego un cañonazo y personas que corrían aterradas a lo lejos. Una columna de humo se elevaba desde el centro de la plaza de Remedios. Las campanas de la iglesia batieron con desesperación. Catalina, con un ramo de flores en las manos, se quedó tiesa. Su esclavo Antón el lucumí, aprovechó para salir raudo, atravesar la tapia del fondo y lanzarse a la manigua en busca de libertad. En la casona señorial, reinó el silencio. Toda la servidumbre se escondió, unos en los bosques, otros dentro de sus casuchas en los descampados. Manuel había ido esa mañana a la alcaldía donde también lo sorprendió el ataque de los piratas. El pueblo estaba conmocionado y demoraría horas en recuperarse. Antes de abandonar la iglesia, la cual saquearon, los asaltantes izaron una bandera en la torre: un esqueleto con dos espadas atravesadas sobre fondo negro.
Catalina —ajena a todo eso— vio venir unos hombres desde lejos. Iban vestidos con harapos, tricornios andrajosos y llevaban enormes sacos de tela negra llenos de objetos. Ella corrió a su encuentro, pero uno de los piratas la empujó e intentó besarla en el suelo. Alto, dijo una voz autoritaria, tengo derecho a ser el primero en tocarla. Un hombre enorme, de cabello negro, piel muy blanca y ojos azules se acercó y los demás la dejaron. Justo en el momento de tomarla, la mujer y el asaltante cruzaron miradas y algo sucedió en el interior de cada cual. Él simplemente, no pudo violarla, no tuvo fuerzas para avanzar más allá y cometer el crimen contra una criatura que lo veía desde abajo con los ojos más tiernos del universo. Llévenla a bordo, ordenó el hombre, quien evidentemente era el capitán, ella es mía y quien la toque responderá con su miserable vida e irá a dar una fiesta con los tiburones en el fondo del mar.
Henry Halley no era uno de los piratas más famosos de aquella época. Intentó ser un buen hombre cuando joven. Quiso trabajar de sastre en su natal Londres, pero la miseria le tocaba el hombro diciéndole que su destino era la delincuencia. Se inició en el negocio del mar primero con una patente real, luego, cuando las potencias europeas firmaron la paz tras la Guerra de los Treinta Años, ese permiso de pillaje se revocó por lo cual ahora pirateaba por su cuenta. Era un prófugo para todos los gobiernos de la época y su cabeza valía su peso en oro. Estaba sentenciado, además, a la soledad, en el mar no había mujeres. Solo servía de consuelo tomarlas al llegar a los puertos, mayormente a la fuerza y, luego del desahogo, huir hacia las olas.
Catalina había despertado en el pirata el deseo juvenil de casarse, constituir una familia, ser una persona normal, con estabilidad, sin sobresaltos. Ella tenía la belleza perfecta, la feminidad que siempre soñó, la voz melodiosa que encajaba con sus anhelos. Henry supo todo eso con el correr de los días, cuando ordenó subir a la prisionera desde la bodega hasta su camarote. Ella, al inicio callada, comenzó a conversar y poco a poco se forjaron en una amistad, una comunión de ideas y de temas. A ambos les gustaban las historias, de hecho, se contaron varias durante las noches a la luz de la luna que iluminaba la bahía. Lo que se pensó como un rapto se transformó en amor. Cuando se unieron en el lecho del pirata, Catalina conoció por primera vez la fuerza de un varón y quedó fascinada con lo que durante tanto tiempo le negara Manuel.
Entretanto el alcalde de la villa había entrado en contacto con los piratas y se supo de un rescate por el retorno de la muchacha. Dicho dinero era una alta suma exigida por Henry en persona, de manera tal que los vecinos no pudieran pagarla y él poder quedarse con Catalina. Manuel, viendo que su patrimonio era insuficiente, pidió ayuda. A pesar de que era quizás el momento de deshacerse de una unión con una mujer que no le gustaba, su cariño hacia ella y el temor a que sufriera daños a manos de los piratas hicieron que tomara cualquier vía para que ocurriera el rescate. Los vecinos, reunidos en el Ayuntamiento juntaron sumas de monedas, vendieron ganados, cambiaron joyas a los comerciantes de villas vecinas y llegaron a la suma que hacía falta. Todo Remedios había apostado por el regreso de Catalina.
La muchacha, ajena a los sucesos sobre su rescate, se había transformado en la esposa de facto de Henry. Limpiaba la cubierta del barco cada día, le cortaba las barbas a su hombre y se las dejaba bien parejas como seguramente las tuvo el amante de la reina virgen, aquel que muriera trágicamente. Una noche, cuando ambos estaban en el camarote y se disponían a hacer el amor, el pirata le contó que a la mañana debía volver a Remedios con Manuel, porque el rescate se había acordado. Catalina rogó, lloró a mares, pero la decisión estaba tomada. La mujer intentaba todo lo posible para convencer a Henry, quien se mantuvo firme. No puedo llevarte hacia una vida en la cual acabarás muerta o presa, como seguro terminaré, le dijo. La existencia de los lobos de mar era un peligro perenne, entre la riqueza y la persecución. Solo los peores hombres de aquel mundo eran capaces de resistirlo, hombres a quienes no les había quedado más remedio que dedicarse a eso. Al inicio, Henry creyó que podía casarse y tener su familia en el mar, pero luego entró en razón y vio que era inviable.
Esa noche hicieron el amor por última vez y una semilla de pureza germinó en el interior de la mujer. A la mañana, Manuel la recibió en las estribaciones de la colina del Tesico rodeados de bosques. Los piratas la dejaron a una cierta distancia. Ella caminó mirando hacia atrás a cada rato, donde la bandera del esqueleto en lo más alto del mástil se perdía poco a poco hasta desaparecer. No hubo besos, solo un abrazo sostenido. El matrimonio rehízo el camino hacia la casona. En los días siguientes, la mujer siguió guardando silencio en torno al trato que recibió a bordo. Parecía que estar de vuelta era una desgracia para Catalina.
Henry zarpó hacia la Isla de la Tortuga, de ahí bordeó las Bahamas y, para su sorpresa, fue hallado por una flota de galeones españoles con quienes combatió durante dos horas. Sin poder escapar al fuego enemigo y con el pensamiento puesto en Catalina, sintió cómo una bala de cañón lo atravesaba llevándole la mitad del cuerpo. Sus ojos se cerraron hasta hundirse en la inconsciencia.
Aquella semilla fue creciendo en el interior de Catalina, hinchó sus carnes, levantó sus nervios y venas, deformó los músculos empujando los órganos hacia arriba. Cuando su vientre era una pelota, Remedios respiró aliviado, ya que al fin el matrimonio del alcalde estaba dando los añorados frutos. El rescate valió la pena. Solo una persona sabía la verdad y, a pesar de no amar a su esposa, se sentía traicionado. Ese pensamiento contradictorio lo llevaba a periodos de depresión. Iba hacia la casa de Juana Márquez y estaba ahí por días, sin que le importase que se crearan rumores. Manuel se llenó de una ira creciente y en su mente se negaba a darle el apellido al hijo bastardo de aquel pirata que heredaría su imperio familiar. El orgullo hispano se rebelaba contra la idea de soportar que sangre hereje rigiera en el patrimonio de sus ancestros.
Las flotas que navegaban hacia otras partes del imperio español eran comunes. Las personas las usaron para mudarse hacia porciones por entonces de mayor prosperidad. Cuba había caído en la pobreza y el despoblamiento luego de que se agotaran sus pocas reservas de oro. Varias veces Juana Márquez le sugirió a Manuel la idea de irse ambos hacia otro lugar, recomenzar unidos, sin que tuvieran que esconderse. Entonces urdieron la forma de hacerlo. Tomaron un bote hasta los cayos y ahí la flota se los llevó hacia una porción de las Américas que se perdió en la memoria.
Sin su esposo, sola en la casona, Catalina parió a la criatura. El niño no tenía apellido paterno y había que bautizarlo. Entonces se creía que, si un bebé no recibía los sacramentos, iba directo al Purgatorio. Se les llamaba judíos, no por profesar esa fe, sino porque supuestamente no contaban dentro de la grey cristiana. La noche posterior al parto, ella corrió con su hijo en los brazos hasta la puerta de la Iglesia, tocó con fuerza hasta sangrar de sus nudillos. El padre Tomás abrió y al verla se llenó de compasión. La mujer, llorando, pidió confesarse y contar la verdad a cambio del bautismo para su hijo.
Allí, arrodillada en la losa fría y con un rosario en sus manos, Catalina dijo quién era el padre verdadero y cómo ella lo amó con sinceridad. El sacerdote, conmovido, le habló de la naturaleza del pecado cometido, la consoló con una oración y expidió el perdón. Pero no puedo darle un apellido a tu hijo, dijo Tomás. Entonces ella, mirando hacia la bahía, con la vista perdida, atravesó en su imaginación las paredes del templo, caminó por las veredas y se paró frente a las olas batientes. Nunca había visto el mar y gracias a Henry lo conoció y también sintió el amor de un hombre. El nombre del niño vino como un flechazo a su mente, con la fuerza del salitre que corroe la madera de los barcos y las sogas del velamen, con la potencia de la respiración de los marineros: Enrique del Mar, así se llamará. Una ráfaga de viento entró por la ventana que daba a la plaza desde el lateral del retablo mayor de la Iglesia y los dos cirios se apagaron. Tomás entonces, con el hisopo en la mano, procedió a dar su sacramento.
En los registros de la parroquia de Remedios existen numerosos nombres con el apellido del Mar, aunque la explicación de su origen sea lejana, difusa y en ocasiones fruto de la leyenda y la deformación. No obstante, hasta inicios del siglo XX cuando alguien quería ofender en dicha villa a otra persona no le decía bastardo, ni hijo de perra, sino hijo del mar. De Catalina solo se supo que nunca más se la vio por el pueblo y que la casona se volvió una ruina invadida por la maleza hasta desaparecer.




Términos y condiciones
Este sitio se reserva el derecho de la publicación de los comentarios. No se harán visibles aquellos que sean denigrantes, ofensivos, difamatorios, que estén fuera de contexto o atenten contra la dignidad de una persona o grupo social. Recomendamos brevedad en sus planteamientos.