Cuando ―azorado adolescente― llegué a San Cristóbal de La Habana, podía haber tomado como míos los versos de Neruda: “Yo vine / del Sur, de la Frontera. / La vida era lluviosa”.
No llegaba yo del Sur, sino del cubano Oriente, y había echado mi flaco cuerpo con la escolta de las redondeces femeninas que imprime en el paisaje ese lomerío llamado Maniabón por los aborígenes.
No obstante, coincidía con el chileno en el estupor padecido ante la urbe despiadada. Retumbaba en mi cráneo, como en una caja de resonancia, el grito de otro poeta, ese homagno que fue José Martí: “¡Me espanta la ciudad!”.
Pero pronto comprendí que mi soledad lo era sólo en apariencia. Porque yo contaba con Él, un cómplice incondicional, un confesor fraterno, un amigo sin dobleces ni trastiendas.
Sí, me lo presentó Papá, en una tarde soleada del Oriente cubano.
Era yo un niñito. Y todo ocurrió en el Palacio Municipal, saturado de mármoles y sin proporción con un paraje que, aunque escandalosamente próspero, no pasaba de villorrio.
En el salón de sesiones, una exposición itinerante. (Después sabría que el pintor era Ponce de León ―tan sublime como arrebatadamente loco―, a quien llamaban El Greco Cubano).
Como en una toma cinematográfica de contrapicada ―por mi talla liliputiense―, contemplaba con sobrecogimiento aquellas brumas grisáceas, de las cuales emergían tísicos y beatas. Y me atreví a preguntarle a El Viejo:
-- Papá, papá, ¿qué es esto?
Dígase que el interpelado no era solamente un respetadísimo líder de la masonería, un hombre venerado en la confesión bautista --como Frank-- y un luchador clandestino presto a lidiar contra todos los Tiranos Banderas.
No. El Viejo era portador, además, de una sensibilidad capaz de estremecer a todo el indolente género humano. Y, claro, me contestó:
― ¿Preguntas qué es eso? Pues… es Él, es El Arte. Algún día puede llegar a ser tu compañía más amable.
La profecía iba a cumplirse. Y por eso, si para Hemingway París era una fiesta, La Habana ―primero sobrecogedora― se convirtió para el provincianito en una perenne orgía del espíritu, por medio del hechizo de Él, El Arte.
Él me acompañó en momentos memorables. Ah, charlar entre oleadas de cerveza con Félix Pita Rodríguez, no sólo sobre sus poemas y cuentos, sino en torno a su vida aventurera, que parecía arrancada de las páginas de Salgari.
Escuchar, de sus labios abultados, los versos donde Nicolás Guillén destilaba gracia y filosofía del Caribe mulato.
Nutrirse, de primera mano, con Mariposita de primavera, la habanera en la cual nada menos que Miguel Matamoros entona un tierno cántico a una maltratada ramerita, que se torna en lepidóptero multicolor.
Desentrañar todos los recónditos códigos y claves de esa engañifa mágica que es Latinoamérica, por medio de la voz afrancesada de Alejo Carpentier.
Adentrarse en el pasmoso mundo de las formas, con la guía de Thelvia Marín, taumaturga cincel en mano.
O coleccionar cicateramente los centavos, para irse hasta el prohibitivo restaurante habanero Monseigneur donde Bola de Nieve, secundado por su piano cantarín, narraba la desventura de un rijoso caballero olmedano, emparentado con Lope de Vega, que murió de mala muerte por querer a Rosa Luna.
Él, mi álter ego, cuando yo andaba bebiéndome los vientos por una trigueñita enloquecedora, me guió la vista hasta unas páginas bíblicas donde el rey-sabio-poeta Salomón, en el Cantar de los Cantares, decía de su amada: “Su bandera sobre mí fue amor”. (Cuando se me murió entre las manos, Él me dio un soplo de consuelo al hacerme comprender que no era yo el único amante desolado; le bastó con mostrarme la mejor elegía escrita por un cubano, donde el poeta que iba a ser fusilado, Zenea, declara al borde del despedazamiento espiritual: “Yo estoy triste y tú estás muerta”).
En fin: ya… ya nunca jamás me sentí solo en San Cristóbal de La Habana.
Pues contaba con la compañía cordial de Él, El Arte, con quien trabé estrecho conocimiento gracias a Papá, a El Viejo inconmensurable, en una esplendorosa tarde del Oriente cubano.
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