PRIMARIA
No sabes nada. Presumes de todo. Lo pequeño parece mediano, lo mediano, grande y lo grande, inalcanzable. El tiempo no corre y te espantas cuando no entiendes, porque sabes (o sospechas) que se trata apenas del comienzo, del origen, del subsuelo y porque siempre viene algún niño tonto y dice con aires de sapiencia: “Deja que llegues a tercero”.
Te gusta la maestra (te gusta no, estás enamorado) e imaginas cómo será todo con ella, pero pronto abandonas la empresa a sabiendas de que, como lo grande, es inalcanzable. De todas formas, la cosa consiste en estar enamorado sin importar de quién: siempre hay una niña que se te sienta al lado y a quien terminas escribiendo cartas, trayendo botones de príncipe negro o postalitas cursis, una niña del demonio que te ignora y se ríe, que te marca los cachetes con sus labios pegajosos de algún cosmético barato y que mira con buenos ojos al del aula de enfrente y año superior que, por cierto, no se parece para nada a ti.
El secreto de la primaria es llegar a las cinco a la casa y, cuando el vecino, con sus desesperanzados 65 noviembres en las costillas, pregunte, decirle que sí, que es cierto, que “tengo como siete novias”. Luego ponerte un short, olvidarte de todo y salir descalzo a montar carriolas.
SECUNDARIA
(Foto: Fernando Medina/ Cubahora)
Eres un pesa’o y no sabes ni siquiera porqué. Buscas dónde encajar, tratas de encajar y, cuando no lo logras, acudes a la fuerza, a la violencia contra ti, para luego, aún desencajado, despreciarte.
Descubres el éxtasis de no hacer tareas. Le tomas el gusto y lo conviertes en norma. Te sientes por encima de todo lo pequeño, al nivel de lo mediano y a punto de tocar lo grande. Destapas las primeras bocas, descubres las primeras suegras, las playas con amigos y sin padres, lo filosófico del trago de ron, lo presumido del cigarro…
Te crees a medio camino sin sospechar que continúas en la línea de arrancada. No sabes si ser Camilito, ir para la Vocacional, el Pre o convertirte en técnico de hornillas. Haces exámenes de todo y desapruebas la mitad.
Quieres correr en el camino de regreso y reaparece el mismo tonto para decirte: “Compadre, ¿qué es eso? Tú estás en secundaria”. Y no te has dado cuenta, pero cada vez dedicas menos tiempo a eso del trompo, las bolas o el béisbol de tapas plásticas. Lo peor: ya ni siquiera te dedicas a construir carriolas.
PRE
(Foto: Fernando Medina/ Cubahora)
Intentas deshacerte de todos los que de alguna forma te amarran. Reclamas tus derechos a la juerga de altas horas. Aprietas la camisa, entubas el pantalón, te gustan todas, pero no te enamoras de ninguna. Continúas necesitando encajar y encuentras más desencajados.
Vas al gimnasio, redescubres la lectura, hablas de política, interpretas el deporte, repites criterios sobre la cultura y todo se convierte en polémica y toda polémica en gritos. No quieres faltar un día, el aula es tu peña, tu laboratorio de proyectos y, alguna que otra vez, conoces los libros antes de que los mencione el maestro.
Estás entre dos fuerzas. El barrio te mira con recelo cuando llegas de uniforme y te exige dejar cualquier pensamiento pseudocomplejo fuera de las porterías inventadas en el medio de la calle. Se habla de los mismos temas que en el aula del Pre: deporte, música, parejas… pero con otros códigos, igual de estereotipados, pero, en fin, distintos.
Y piensas que el tiempo se va volando, que ayer estabas comenzando la secundaria y hoy no tienes idea del paradero de los de entonces. Descubres, pues, que se han convertido en extraños y sientes, por momentos, que nunca tuviste amigos.
Desprecias lo pequeño, te compadeces de lo mediano y te consideras grande, enorme. Por encima de ti solo las nubes: alcanzables, complejas, opcionales y de humo.
UNIVERSIDAD
(Foto: Fernando Medina/Cubahora)
Regresas al nivel de insecto. No comprendes nada y te lo sueltan todo. Los desencajados son mayoría, pero ya a nadie le importa, por primera vez, ello resulta motivo de orgullo.
Intentas mantener el espíritu de manada que heredaste, pero terminas caminando cada vez más solo y no te molesta y te gusta y comprendes un poco mejor lo que significa la palabra adulto.
Vuelves a las tareas y a dejarlas de hacer. Descubres la necesidad del café para la noche en vela, que el día 26 se besa con el 27 sin que te des cuenta, que la prueba imposible no lo es tanto o quizás sí, pero que no pasa nada porque, desde que el mundo es mundo, los estudiantes desastrosos han estado y, aunque algunos queden, casi siempre se pasa.
Y sin darte cuenta aprendes un poco más y otro poco y tu mente cambia. Sientes que el mundo te acusa o te tira de la manga solo para preguntarte: “¿Qué vas a hacer por mí?”.
Reconoces que has vencido en mil discusiones pero que no has tenido la razón en ninguna y sientes haber sido, simplemente, el más fuerte de los trogloditas y entiendes, por fin entiendes, e incluso dejas brecha para que, al pasar los años, tu “yo” del futuro sentencie que nunca llegaste a entender nada. E intentas, por lo menos, respetar.
Cualquier día llegas temprano al barrio y te detienes ante un niño que desconoces. Te sientes un viejo que vive en la nube y te agachas y solo le dices: “Mi socio, ¿puedo tocar tu carriola?”.
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