La sala sigue llena. Hay diez pacientes graves luchando por sus vidas. Cada uno de ellos por diferente razón, sedado por las múltiples terapias, pero el corazón les continúa latiendo permitiéndoles soportar jornadas muy intensas.
Marieta, quien desde hace varios días ocupa la cama B de la sala de Intensiva-Covid, está ventilada, sus parámetros mejoraron inicialmente con la primera pronación, pero fue necesario repetirla. En la puerta, una muchacha siempre pregunta por ella. Con los días, la comunicación se estrecha y los comentarios trascienden la enfermedad de la paciente.
La joven que ronda la sala buscando una esperanza en cada gesto es la mayor de los tres hijos de Marieta, que a sus 43 años tiene también un pequeño de 10 y otro de tres, que preguntan reclamantes donde está su mamá. Esta chica es aún muy joven para ser madre a la fuerza.
Despierta, haciéndose tortuoso el camino del destete; todos le hablamos. Celly, la licenciada peruana, le susurra que tiene que cooperar para salir de esta, yo le comento de un niño de tres años que espera por ella y sus ojos se abren, asiente con la cabeza y lucha.
Ayer le retiramos la ventilación mecánica, no es el fin de una guerra, pero si una batalla importante ganada. Explico que entramos en una fase difícil, que incluso se pudiera tener que retornar a la ventilación mecánica y su hija sencillamente me mira y comenta: “Mi mamá es una luchadora”.
Cada caso se comporta de manera diferente, intentamos actuar de forma oportuna, pero bajo el precepto de que “hay enfermos, no enfermedades”. Durante la semana, el colectivo en su conjunto ha estado feliz. En medio de las celebraciones por el Día de la Medicina Peruana, se han podido dar algunas altas.
Las experiencias profesionales se complementan con las humanas, cuando es una u otra se ha perdido la línea divisoria, la medicina es humanismo. Resulta gozoso ver la cara de los pacientes saludando al despedirse de la sala.
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