Ella saca la mano y la agita, yo freno. Pregunta si llego hasta determinado sitio, le digo “monta”. Indaga sobre cuánto va a costarle, le digo “nada”. Sonríe, ya está dentro.
Si es nueve de la mañana y hace frío, Matanzas regala un sol que medio reseca la cara cuando bajas por la calle Milanés. Un sol suave incapaz de cegar, pero que lo hace ver todo con colores distintos, colores cálidos, como esa sensación misma que provoca el sol acariciando el cuello, el pulóver, el pelo, los nudillos.
Ella no es de por acá, aunque el sol también le reseque el rostro cuando en mañanas de frialdad le vaya de frente. Su piel es oscurísima; su frente, amplia; su cuerpo, delgado; su uniforme, una bata blanca con ajustado pantalón azul.
“¿Te gusta Angola?”, deja ir sin ocultar la euforia, mientras señala la bandera de ese país que protege el dorso todo de la pizarra del carro.
“No es eso”, le respondo. “Mi padre estuvo casi tres años allá y recuerda con mucho cariño los amigos que hizo”. Transcurren varios segundos de silencio y reacciono explicando que yo también tengo amigos angolanos. Son la locura de la beca. Hemos jugado fútbol juntos, tomado ron juntos, visto películas de terror, acción y tragedia, asustados, motivados, tristes… juntos.
Ella continúa mirando la bandera. Está feliz.
“¿Eres de Angola?”, indago.
“No, del Congo. Déjame aquí, por favor, voy para el hospital pediátrico”, dice con su voz de acentos en pugna.
Cierra la puerta, subo un poco el volumen de la radio –me gusta manejar con radio– y sigo, también yo, con una felicidad medio rara. Entonces, comienzo a imaginarme en la calle de un país lejano, con distintas lengua y cultura, tratando de tomar un taxi. Pero, resulta que el taxi no es taxi y, además, lleva dentro una bandera de Colombia, Puerto Rico, Venezuela, Guatemala o Méjico.
Me pongo como loco, se me posa el gorrión, la lágrima, la sonrisa, el recuerdo de la comida, la música, la gente, lo que alguna vez pareció foráneo pero que desde la verdadera lejanía se asume como muy de uno, la misma lengua, la misma historia, las mismas desgracias… Y pregunto “¿Te gusta?” y me explica y cuestiona si soy de alguna de esas partes. Y le digo que no, que soy de Cuba, pero que no imagina cuánto me salva la botella.
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