FOSA COMÚN
El 20 de noviembre de 2014, un perro murió atropellado. El propio golpe lo sacó de la carretera y lo catapultó al césped, cuyo verdor resultó lo último que captara su condenada vista, justo antes de que quedase perpleja y congelada hasta el día en que los gusanos terminaran con su cometido.
Nadie volvió a tocar al perro. El animal permaneció a menos de un metro del trillo por el que cientos y cientos de personas iban y venían diariamente. Nadie, ni siquiera las urracas se detuvieron en el maldito cadáver que comenzó a adelgazar, a perder pelos, a quedar en huesos y una melcocha negruzca, a ser solo hueso y luego nada: un puñado de tierra grasosa entre el abundante pasto, como si un enorme paquidermo hubiese insistido en dejar su huella.
La hierba volvió a asumir su lugar y, a los meses, nadie pudo decir con exactitud bajo qué palmo yacían los restos que el suelo se fue tragando. Años más tarde, pocos recordaban la desagradable imagen del cuerpo abandonado y, un quinquenio después, los historiadores locales, tras un estudio empírico exhaustivo, determinaron que el perro (o perra, quién sabe), efectivamente nunca existió.
EL POLVO DE LAS MARIPOSAS
El brusco golpe la encerró en una oscuridad rojiza. El niño, luego de mirar por la rendija de sus manos, la sostuvo suavemente por el interior de las alas y la presionó contra su hombro.
Las alas se tornaron grisosas, blancuzcas, mientras el polvo amarillo y azul quedó como un tatuaje en el hombro izquierdo del malhechor, junto a los polvos –de otras tantas– enmarcados por todas partes del cuerpo: el pecho, las mejillas, la frente… Volaba un enjambre de mariposas en aquella piel.
Como las demás, sin su polvo y con las alas quebradas, la mariposa cayó al suelo y fue devorada por las bibijaguas.
Sin embargo, los tristes bichos continuaron recorriendo la amarillenta guardarraya, rondando los troncos de las palmas, subiendo hasta los más coloridos racimos de mangos y atravesando toda clase de malezas…
EL PERDÓN
La han encerrado en la campanilla que ahora vibra, mientras la sostienen por los pétalos clausurados. Se sientan en la escalera con las pañoletas rojas torcidas y uno de ellos sigue agarrando la flor entre los dedos como si fuera un cigarro.
La abeja, percibiendo la creciente ausencia de aire, sigue sus instintos y trata de romper la diminuta cárcel cerca del seno de la campana. Rasga el pétalo de a poco hasta abrirlo y, descartando cualquier venganza, regresa al bejuco de campanillas.
Tal vez no sospecha que su capacidad de perdón la ha salvado, otra vez, de perder la vida.
ERNESTO
El gavilán ha sido acribillado por pequeños balines de plomo que, sin quitarle la vida, le han destrozado los huesos del ala izquierda. Cae entre las pencas secas y se oculta en las oquedades que forman las yaguas.
Los hombres corren escopeta en mano. Los hombres llegan.
Con alarde en la sonrisa, lo trasladan en brazos. El gavilán trae la cabeza altiva, el pico cerrado, el plumaje brilloso, oscuro, con destellos blanquecinos y marrones, deslumbrante… A todos mira con la profundidad y pericia de un depredador. Va a morir.
Nadie lo verá quejarse, ni siquiera de su ala rota, y no perderá de vista al asesino, como quien le esgrime a su verdugo con todo el orgullo de los matorrales: “Agarra fuerte el arma, que estás a punto de matar a un rey”.
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