Por estos días de horarios invertidos, “el viejo” de los mandados acaba con mis sueños. No es que se aparezca en ellos y los convierta en pesadillas –que ciertamente sería una forma–, se trata de que a horas tan “impropias” como las nueve y diecisiete de la “madrugada”, derrumba mi puerta o al menos, por la contundencia del sonido, eso parece que intenta.
Me levanto desesperado. Lo imagino con su sadismo de años, dentadura irregular cuasi salida, barba macheteada a duras penas y nasobuco mal puesto, buscando la tabla que más suene y pensando: “ya se va a enterar este de lo que es bueno…”.
Y no le importa romperse los nudillos, cavilo somnoliento mientras renqueo a la salida del dormitorio, él quiere que sus retumbes se perpetúen en la memoria afectiva y que les cuente a mis nietos que el mensajero del edificio era un viejo del demonio, que se divertía desbaratándome el descanso o derritiendo los retazos machistas de mi orgullo al soltar, con puro chantaje de barrio “malo”, dile a tu hermana que mañana me deje el dinero.
Impotencia… Complejos… Siento ganas de decirle que él no lo sabe todo sobre mí. Que “mi hermana pagará los mandados pero yo pongo sobre la mesa –así, bien macho– el dinero para la corriente. Y no solo eso… siempre que veo paquetes de croqueta de diez pesos en la pescadería, los compro. ¿Oyó? Yo compro las croquetas”. Pero me quedo callado y solo atino a desencajar la mandíbula.
Tengo ciertos sentimientos encontrados hacia su persona. Todavía me acuerdo de cuando no sabía que mi hermana resultaría la encargada de pagar sus servicios, aquel primer mes en que negociamos como dos capos y calculó, mirando para la parte más despintada de mi techo, que “serían unos setenta, ochenta… no, no, noventa pesos al mes”.
Le estreché un billete de Céspedes al tiempo que le preguntaba si no tendría cambio para devolver. El viejo agarró veloz la cuadrícula de papel y esgrimió la respuesta más descarada que alguien hubiese dado: “Olvídate, esos diez pesos que sobran los utilizo para comprar las jabas”.
Ahora levanto la voz y digo que voy, que estoy llegando, que ya escuché... y ansioso corro los llavines. Entonces, medio en grito, dispara lo mismo de cada día desde hace casi una semana: “Mira, toma el pan –a capela, sin jabita– mañana busco los mandados que hoy hay mucha gente”. Levanto los hombros.
Me olvido momentáneamente de nuestras diferencias no escritas y le pregunto cuándo va a acabar de guardarse, porque la calle está mala con eso que anda por ahí, que si quiere lo ayudo. Responde que está tratando de adelantar con el resto de la gente para que luego solo sea sacar el pollo, desarrolla con la mano un gesto de desprecio y, como para recalcar que no se deja querer, agrega que lo deje tranquilo y remata con “Acuérdate de decirle eso a tu hermana”.
***
Mi abuelo decía que el guanajo de arriba siempre ensucia al de abajo. Quizá ello explique por qué los vecinos de la planta inmediata superior dejan caer desde su balcón de las impunidades toda clase de objetos, con una periodicidad que roza lo sospechoso. Es así como bocaditos de helado a medio comer, cabos de cigarro, jabas de dudoso contenido, envoltorios de pelly, toallas y pañales, rebotan o se enganchan en mis tendederas de alambre.
Aveces tocan de forma casi imperceptible la puerta y al abrir descubro al niño de siete años –que, estoy seguro, forma parte de los artilleros. Sin dejarme hablar, entra como un bólido, se abre paso por la sala, llega al balcón, recoge determinado objeto y regresa sobre sus pasos.
Cuando llega nuevamente a la puerta, me informa que su mamá le dijo que bajara a buscar la sábana… que se cayó.
***
La primera vez que la muchacha de abajo tocó a la puerta, venía buscando un poquitico de sal. A los pocos días, se le había acabado el aceite y necesitaba por lo menos una tacita. Le siguió el arroz… cuatro vasos y, horas después: “Ustedes no cocinan mucho frijol, ¿verdad?”
La confianza ha seguido y la demanda, siempre creciente, ha ido yendo más allá de los productos de la libreta de abastecimiento. La última vez fue detergente. Mi hermana está tomando medidas para agilizar el servicio e incluso está pensando en dejar la jaba de los mandados bien cerca de la puerta.
La próxima vez que nos visite, hemos valorado hasta mostrarle una lista de productos disponibles.
***
A las nueve y diecinueve ante meridiano, la puerta se estremece… otra vez. El viejo me muestra un colmillo y ordena: “Agarra el pan. Voy ahora a buscar los mandados”. Me le quedo mirando. Me reta. Ante mi inmovilidad somnolienta, termina por decir: “Oye, muévete que estoy apurado. Anda, corre y dame una jaba”.
Mimisma
6/4/20 14:24
Divertido artículo jajaja, conozco a alguien así.
sergio
6/4/20 9:26
No entiendo nada, esta historia no tiene final
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