Corrían los complicados primeros años de la década del noventa cuando ella –mujer, treinta y tantos años, delgada, trigueña, suboficial del Ministerio del Interior, ambos hijos becados en distintas universidades, padres campesinos, divorciada– cubría diariamente, tanto en la ida como en la vuelta, los cerca de 25 kilómetros que separan a la ciudad de Matanzas de Sabanilla: un pueblo del municipio Unión de Reyes que ya ni siquiera se llama así.
Conocía los horarios y márgenes de error de las pocas guaguas que cubrían su itinerario y, producto de esa camaradería que nace entre quienes chocan sus miradas de forma constante en tiempos de crisis, había choferes que hasta insistían en no cobrarle el pasaje.
El ya difunto Titón, con su guagua ruidosa y vibrante, colmada de vapor en meses de lluvia e infestada de frío en temporada seca, armaba sus barullos cuando algún pasajero intentaba filtrarse sin depositar los centavos que costaba el viaje. Y se alteraba y gritaba a los cuatro vientos y movía la cabeza y “hasta cuándo, caballero, hasta cuándo”.
Colocaba su manota de negro noble con la palma hacia arriba en función de alcancía y la gente, ajetreada de todo el santo y bendito día, dejaba los quilos. Ella subía y, en la mano abierta del entretenido chofer, en vez del pago, daba dos toques alternos con el dedo del medio y el anular mientras decía, con inflexiones de vos: “ti-ton”. Él se echaba un poco hacia atrás y le preguntaba “cómo está la cosa, Rosita”.
La tarde más difícil, de las tantas, quizás resultara aquella en que salió casi de noche de cierta reunión, a tal hora que la carretera yacía semidesértica. Algunos compañeros de trabajo le habían insistido en que era peligroso, que mejor se quedaba… pero ella mintió con un rostro de tranquilidad para calmarlos y aseguró que siempre pasaba algo y que ese “algo” le paraba.
El panorama del parque Maceo tornó sombrío y la tenue luz amarilla del poste prendió de un “chas”. Preguntó la hora a un señor y la respuesta la obligó a desarrollar un suave movimiento con la cejas. El tiempo continuó en su andar y ella de pie al borde de la acera… con el uniforme triste.
El lada negro y amarillo se detuvo. “Unión”, escuchó murmurar al chofer y abordó con la tranquilidad en el pecho y el miedo en la espalda. Ni siquiera registró el monedero. Había salido en la madrugada de la casa a sabiendas de que hay que trabajar y llegar temprano y de que, aunque no tengas un centavo encima, la gente es buena o, por lo menos, regular y te lleva a dónde vas y te dice buen día.
Pero aquello era un taxi. Un ladrillo de rusa procedencia capitaneado por un funcionario del estado que, solidario o no, debía cobrar tres tristes pesos a todo aquel que montase.
Al llegar al pueblo, preguntó en qué calle vivía y ella indicó. Paró diez metros después de su frontón. Antes de bajar, pidió la esperase un instante para entrar “rapidito” a buscar el dinero.
Él sonrió y negó con la cabeza. “Que no se preocupe, señora, no tiene que pagarme nada”. Agradeció lo más humildemente que pudo y entró despacio a la casa, mirando hacia todas partes, buscando qué de valor poseía para haber pagado: aquel mamey, tal vez dos aguacates, un adorno viejo, un vaso de la vajilla, un puñado de arroz…
Y aquella era la incertidumbre cotidiana. Asomaron los 2000 y continuó con su uniforme colgado al cuerpo, los mismos 25 kilómetros de carretera por sobre los cuales ir y venir cada día y un par de nietos que agarraba en cada brazo los fines de semana para llevar consigo.
Salía nerviosa y confiada al mismo tiempo, como quien recita en el matutino un poema consabido desde siempre. Resultaba la misma perspicaz pero, esta vez, parecía una gallina sacada. “Ando con los niños, por favor”, decía con una mirada de diabla a punto de ataque a quien se le adelantaba o intentaba colarse.
“Chofe, ¿me adelanta hasta la Bellotex? Hágame el favor, voy con los niños”. Y para que nadie se durmiese en la luna de valencia, los animaba con que “arriba, chiquillos, saquen la mano que ustedes tienen que aprender a coger botella para cuando abuela no esté”.
Les enseñó que las chapas amarillas ni se miran porque son particulares y cobran y la vida está muy dura para dar diez o veinte pesos todos los días, que ese dinerito después sirve para cosas mejores. Estrujaba los ojos y anunciaba: “a ver muchachos, si aquel carro es de chapa azul, le sacamos la mano que tiene que parar (…) Pero mira quién es. Oye, mi amigo, ¿tu vas para Sabanilla, no?”
Y si algo les enseñó, es que, tramo a tramo, se llega a Roma. En el Pueblo, los mandaba los domingos en la tarde a preguntarle a Tabito a qué hora de la madrugada siguiente saldría su guagua de cristales empapados y ranas dormidas.
Despertaba a todos con un vaso de leche con agua y café, “para que no tenga tanta grasa y no les dé fatiga por el camino” y salían, otra vez, bajo un cielo amotinado en destellos y entre cocuyos.
Llegaban aún de noche a Matanzas y caminaban por toda la avenida San Luis hasta cruzar el puente del San Juan. Les susurraba que “ni se les ocurra decirme abuela porque está oscuro y la gente va a pensar que andan con una vieja… y nos asaltan”.
***
Llegamos a casa de abuela sin avisos y, al escucharnos abrir la puerta del frontón, jura que ahora mismo estaba pensando en nosotros y por eso sabía que vendríamos. Nos regaña por coger máquinas. “Oye, ¿para qué yo les enseñé a ustedes a moverse en botella? No gasten más dinero por gusto que después no hay”.
Y no entiende nada de historias, ni de que la calle está mala, llena de gente, sin carros… porque a ella qué cuento se le va a hacer. Y nos habla de cómo llegó “facilito” el otro día, que en la terminal había una guagua esperando o que vino con el hijo de fulana que está gordísimo y tiene un carro moderno.
O que “¿te acuerdas de aquel compañero mío del Minint? Pues tu sabes que ya yo ni veo ni reconozco a la gente… me paró y preguntó con tremendo cariño: Rosita, ¿usted no se acuerda de mí? Le expliqué que no. Hasta que me vino su cara y le dije ¡ay, mi madre, fulano, qué vergüenza, estoy hecha una vieja! Y le gritó eufórico `móntese aquí adelante, que voy para Sabanilla y la llevo´”.
Abuela –mujer, sesenta y tantos años, delgada, trigueña, exoficial del Ministerio del Interior, ambos hijos radicados en alguna ciudad, padres fallecidos, ajuntada y más comunista que nadie– le teme a los majaes y a los toros, pero todavía sale a la carretera porque aún hay que llegar alguna parte y porque, aunque no haya guaguas ni camiones, sabe que la gente es buena o, por lo menos, regular… y frena, te lleva hasta dónde vas y te dice buen día.
Jhanes
27/1/20 14:25
Así es nuestra Rosita, la tía más linda y la de las enseñanzas para la vida. La dignidad, el saber conservar el secreto profesional, el saber de dónde venimos y preservar nuestras raíces y principios, firmes como la palma cubana. Tu crónica ha sido maravillosa Mario, conmovedora por la realidad que contiene y las vivencias que tanto nos acercan. Un abrazo, éxitos en tu profesión, síguenos regalando tus crónicas.
Elena
15/1/20 18:43
Me he encontrado con este ewscrito. Qué hermoso. felicitaciones para el autor.
ST
1/10/19 19:34
Muy bonita historia de humanidad, lucha, sacrificio, amor y solidaridad. Me encantó leerte periodista.
Términos y condiciones
Este sitio se reserva el derecho de la publicación de los comentarios. No se harán visibles aquellos que sean denigrantes, ofensivos, difamatorios, que estén fuera de contexto o atenten contra la dignidad de una persona o grupo social. Recomendamos brevedad en sus planteamientos.