No era fácil pensar en alzarse una vez más. En la memoria colectiva estaban el hambre, los pies descalzos y llagados, la crueldad ilimitada del enemigo ciego de odio e implacable incluso ante los niños.
Pero un Martí, alborotador y alucinado, supo ver en las almas de cubanas y cubanos bravos, la herida abierta por la independencia inconclusa y el Zanjón vergonzoso.
Así pudo aunar y convencer, apeló enfebrecido a la unidad y recordó toda la gloria levantada en medio de diez años de sacrificio por Cuba.
Empezar una nueva guerra no era capricho ni locura, sino una profunda necesidad para rescatar, de una colonización desfasada y dolorosa, a la Patria.
Era, además, un compromiso con Céspedes y Agramonte, con cada muerto por el ideal, incluso con cada poema escrito a aquellas jornadas de buniato y dormir escaso.
La prédica martiana no transitó los caminos de la evocación vana, sino de la acción pronta, porque «Hay versos que hacen llorar, y otros que mandan montar a caballo».
Así volvió la siempre fiel isla de Cuba, un 24 de febrero de 1895, a pelear por arrancarle las bridas de su destino al gobierno español.
Y los sumidos en el sueño anexionista o en la parálisis de la incredulidad, no podían entender cómo iban tantos de nuevo a internarse en la manigua y a poner las esperanzas en el machete.
¡Qué habría sido de aquella contienda si poco después no hubiera muerte el Apóstol!, si no se hubieran quedado un poco huérfanos sus contemporáneos sin su clarividencia.
Se puso por delante Estados Unidos, y con toda la saña y la mala inteligencia de un imperialismo naciente robó la independencia y frustró el proyecto.
Como no murió el frenesí de 1868 en la Tregua Fecunda, la Neocolonia no pudo sepultar a los mambises, y muchos se sacudieron la orfandad al redescubrir a un Martí antimperialista, que lo había pensado todo, que todo lo había escrito, que nadie podía matar.
El Maestro se escurrió de los fatuos homenajes republicanos y de las estatuas, para entrarle por las pupilas a Villena y en el perfil intenso a Mella y, a través de tantos otros, llegar a una generación que entendió la enorme responsabilidad de ser la del Centenario del más grande de todos los cubanos.
En el Moncada y la Sierra Maestra estuvo la impronta de aquellos hombres y mujeres de 1895, que también eran los de 1868, y fueron los de 1959.
La Revolución, vista desde hoy, es una sola. No podían saberlo sus protagonistas, pero lo intuían. Mientras el objetivo primero, la independencia total, estuviera inconcluso, la lucha debía seguir.
Muchos elementos conspiran para esa conclusión: nunca tuvieron los insurrectos (los de a caballo y los barbudos) sus propias armas: se las arrancaron al enemigo y el ejército fue el pueblo.
Siempre estuvieron allí el radicalismo, el antianexionismo, la fe en la lucha armada como el camino para conquistar los derechos.
Y los errores también trazaron una línea; para ascender, hubo que aprender de la nefasta desunión, del regionalismo y de las ingenuidades imperdonables.
De otra manera, no hubiera podido decir Fidel: « (…) Esas banderas que ondearon en Yara, en La Demajagua, en Baire, en Baraguá, en Guáimaro; esas banderas que presidieron el acto sublime de libertar la esclavitud; esas banderas que han presidido la historia revolucionaria de nuestro país, no serán jamás arriadas. Esas banderas y lo que ellas representan serán defendidas por nuestro pueblo hasta la última gota de su sangre».
La Revolución cubana es una sola, y no se bajó del caballo un 1ro. de enero, sigue hasta hoy. Si el proyecto Cuba perdiese ese carácter irredento de 150 años, dejaría esta Isla de ser lo que es, y sería imperdonable.
La insurrección pervive, porque no hemos renunciado a la historia, y porque un país que un día fue insurrecto, siempre será mambí.
Términos y condiciones
Este sitio se reserva el derecho de la publicación de los comentarios. No se harán visibles aquellos que sean denigrantes, ofensivos, difamatorios, que estén fuera de contexto o atenten contra la dignidad de una persona o grupo social. Recomendamos brevedad en sus planteamientos.