Silencio. En Santa Ifigenia hay un silencio denso, triste, ensordecedor, profundo..., que de alguna forma es también un silencio diferente al de otras veces… A lo lejos, en las calles, se escucha al pueblo, como arrullando: “¡Yo soy Fidel!” “¡Yo soy Fidel!” “¡Yo soy Fidel!”.
Silencio. Es el 4 de diciembre de 2016, y tras recorrer cientos de kilómetros el armón que transporta las cenizas del Comandante en Jefe ha llegado al final de su recorrido.
Cuesta respirar, porque hasta respirar duele; han sido días intensos para un país que no se acostumbra aún a la idea de que ya no esté físicamente, de que no podamos verlo en algún que otro encuentro publicado por nuestros medios de prensa, de que no lo sepamos cuartilla en ristre, presto a legarnos sus mejores y más profundos textos.
Intactas desfilan ante mí las imágenes de Santa Ifigenia aquel día, sobrecogedoras imágenes que no creo pueda olvidar jamás. Vuelvo a revivir entonces al intrépido joven que fraguó y dirigió el asalto al Cuartel Moncada, al expedicionario del yate Granma, al indiscutible líder de la Revolución Cubana... y de alguna extraña manera renace ante mí también el hermano, el esposo, el padre, el amigo…
Silencio. Santa Ifigenia otra vez calla, parpadear parece sacrilegio. Esporádicos sollozos invaden a los presentes, ninguno ha podido escapar a la tristeza circundante, alguno ni siquiera ha podido reprimir una lágrima, cuesta abajo, trepidante…
Allí está Raúl; es él quien coloca en el corazón de la roca, como tesoro invaluable, la urna que contiene los restos mortales del hermano amado, del pequeño que lo “arrastró” a estudiar a Santiago de Cuba, del joven risueño y emprendedor que lo guió siempre, del pilar de tantos años, del estratega incansable. El saludo militar del General de Ejército ese día me estremecerá siempre.
En medio de su ahogado dolor se descubre también a la fiel compañera de tantos años, arropada por el abrazo inconfundible de sus hijos, sostén para tantas horas de dolor que todavía le quedan por delante.
Y bajo la inmensidad del cielo gris que ese amanecer resguardaba a la ciudad indómita, el solemne homenaje de hijos, nietos, familiares, amigos, compañeros de luchas y de sueños, mortales todos, adquirió matices nunca antes imaginados, nunca antes descubiertos.
Se me antoja entonces que no importa cuántos días, meses, años o siglos puedan separarnos de esa fecha, desde alguna lejana galaxia Fidel nos sigue custodiando y nuestra isla “hacedora-de-imposibles” podrá contarle a sus hijos con orgullo sobre historias y retos, sobre el hombre tenaz que aquel enero de 1959 cobijó de esperanzas la vida de millones.
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