Fue un año especial en mi vida, 1997. Por vez primera pude acariciar las manitas de mi hermana y comprobar que era justo como la soñé mientras crecía en el vientre de mami. Expectante entré al preescolar y comenzaron a disminuir las horas de juego en favor de los trazos y las figuras de plastilina.
Una mañana de octubre transmitían en directo el traslado de los restos del Guerrillero Heroico y sus camaradas de lucha hasta el mausoleo construido en su honor en la ciudad de Santa Clara. Cuba dijo: “Hasta la victoria siempre”… con el dolor de quien sepulta un amado hijo.
Recuerdo a toda la familia reunida ante el viejo televisor de casa, cuya señal necesitaba ya un par de palmetazos para traducirse en imágenes a blanco y negro. Apenas entendí el porqué de tal concentración masiva ni las dimensiones históricas que luego aquel hecho cobraría, más allá del luto y la ausencia de los acostumbrados muñequitos en la programación.
Me faltaba un mes para cumplir cinco noviembres. Hasta entonces solo sabía que “El Che murió en Bolivia con una estrella en la frente, alumbrando el continente de América Latina”, como rezaban los versos que con orgullo me aplaudían los maestros al recitar en el matutino.
Luego aprendí a leer y como fue como un alumbramiento. Entre los textos iniciales me emocionaron aquella pequeña carta dedicada a sus hijos, las anécdotas de su amistad con Fidel y Camilo Cienfuegos, o los Pasajes de la Guerra Revolucionaria que narraban al detalle los principales combates de la epopeya de la Sierra Maestra.
Las lecciones de Historia hablaban de su astucia militar, las ideas vanguardistas que lo distinguieron siempre como artífice del desarrollo industrial y financiero del país posterior al triunfo del 1959, y como representante diplomático de nuestro Estado socialista.
Pasa el tiempo y parece como un sueño que reconstruyo a pedazos. Por estos días, próximo a cumplirse medio siglo de su asesinato, encuentro entonces las palabras que pronunciara en Santa Clara el inolvidable Fidel Castro aquella mañana triste en que, imagino, debió armarse de coraje para decir adiós al entrañable amigo:
“No venimos a despedir al Che y sus heroicos compañeros. Venimos a recibirlos. Veo al Che y a sus hombres como un refuerzo, como un destacamento de combatientes invencibles, que esta vez incluye no solo cubanos, sino también latinoamericanos que llegan a luchar junto a nosotros y a escribir nuevas páginas de historia y de gloria. Veo además al Che como un gigante moral que crece cada día, cuya imagen, cuya fuerza, cuya influencia se han multiplicado por toda la tierra.
”¿Cómo podría caber bajo una lápida?
”¿Cómo podría caber en esta plaza?
”¿Cómo podría caber únicamente en nuestra querida pero pequeña isla?
”Solo en el mundo con el cual soñó, para el cual vivió y por el cual luchó hay espacio suficiente para él”.
Tenía razón el líder histórico, y es que este hombre fue más que argentino, más que cubano… Un vocablo esencial viene a mi mente cuando escucho o pronuncio el nombre Ernesto Guevara de la Serna: internacionalismo, y al unísono, aquel poema de preescolar que hasta hoy nuestros niños declaman: Dos goticas de aguas claras cayeron sobre mis pies/ las montañas lloraban porque mataron al Che.
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