Luego de aquel sombrío atardecer

Durante cerca de siglo y medio, después del aciago 27 de noviembre de 1871, año tras año se conmemora en Cuba la dolorosa fecha; periódicos, revistas, y ahora sitios Web, publican artículos y crónicas que mantienen vivos en el recuerdo el crimen cometido contra los jóvenes acusados, sin fundamento, de profanar la tumba del periodista español Gonzalo de Castañón, y por los que no pudo hacer nada el capitán del Ejército español Federico Capdevila, al actuar como abogado de oficio en su defensa, por lo que quebraría su espada en acto de protesta.

Investigadores e historiadores cubanos como Ramiro Guerra y extranjeros como el español integrista Justo Zaragoza, han analizado los hechos en sus obras. En el sinfín de textos sobre los acontecimientos es obligado mencionar lo escrito al año siguiente en Madrid por uno de los 45 acusados del primer curso de Medicina de la Universidad de La Habana, que logró salvar la vida, Fermín Valdés Domínguez, titulado “El 27 de noviembre de 1871”, y la publicación el 19 de enero de 1887 en el periódico habanero La Lucha, de los testimonios de Fernando Castañón y del periodista José F. Triay que corroboraban que la tumba de Gonzalo de Castañón no había sido profanada.

También José Martí en el periódico Patria escribió el 28 de noviembre de 1893 sobre “El 27 de noviembre”. Ya era conocido su poema “A mis hermanos muertos”, cuyos versos han sido tan repetidos: “Cuando se muere/ En brazos de la patria agradecida/ La muerte acaba, la prisión se rompe [...]”.

Como el conocimiento histórico se renueva y de tiempo en tiempo otros aportes salen a la luz, los nombres completos y correctos de los estudiantes fueron revelados por la doctora Olga Cabrera Valdivia en un Congreso de Historia celebrado en La Habana en 1959:

Alonso Francisco Álvarez y Gamba —en lugar de Campa— (16 años), el más joven, Anacleto Pablo Bermúdez y González de la Piñera (20 años), José Ramón Emilio de Marcos y Medina (20 años), Juan Pascual Rodríguez y Pérez, el mayor de todos (21 años), y Ángel José Eduardo Laborde y Perera (17 años), Eladio Francisco González y Toledo (20 años), Carlos Augusto de la Torre y Madrigal (20 años), Carlos de Jesús Verdugo y Martínez (17 años), quien ni siquiera había asistido ese día a clases y se encontraba en su provincia, Matanzas, con la familia. Los tres últimos fueron escogidos por sorteo.

No serían los primeros ni los únicos jóvenes asesinados por el poder colonial. En 1870 habían sido ejecutados el hijo de Carlos Manuel de Céspedes, Amado Oscar de Céspedes y Céspedes, y Luis Ayestarán Moliner, incorporado al Ejército Libertador; pues la hostilidad del Gobierno colonial y del Cuerpo de Voluntarios hacia la Universidad se incrementaba por el apoyo de los estudiantes a la Guerra de los Diez Años.

Pero quedaría como símbolo de injusticia y crueldad el horrible hecho contra aquellos muchachos casi adolescentes, cuyo candor se revela en estas líneas de Eladio a un compañero: “Cerra: un pañuelo que tiene Domínguez, cógetelo en prenda de amistad y dale este que te incluyo. Mira si mi cadáver puede ser recogido”.