Jonh Reed en otro octubre, pero de 1917, escribió su clásico libro Diez días que estremecieron al mundo, donde reportaba el triunfo de la Revolución Socialista de Octubre en Rusia, iniciadora de una nueva era en la historia de la humanidad.
Décadas después, entre el 22-28 octubre de 1962, la humanidad estuvo a punto de desaparecer con la llamada Crisis del Caribe, Crisis de los Misiles o Crisis de Octubre, como mejor se conoce en nuestro país. Una semana en que los tambores de la guerra resonaron más alto que nunca y la tercera guerra mundial estuvo cerca de estallar, con las nefastas consecuencias al ser, inevitablemente, una guerra nuclear, pues ese precisamente fue el motivo esencial que originó la crisis.
Cuba estuvo dispuesta a pagar el sacrificio que le impusieron las circunstancias: morir combatiendo por la defensa del socialismo y la solidaridad internacional. Fidel, a nombre del Partido y el Gobierno Revolucionario había aceptado la instalación de cohetes soviéticos con ojivas nucleares en nuestro territorio, como una vía de mejorar la correlación de fuerzas de la URSS y el entonces campo socialista ante el bloque militar imperialista encabezado por Estados Unidos.
Eran los tiempos álgidos de la Guerra Fría y la entonces dirigencia soviética consideró que con esos cohetes, a escasas 90 millas de los EE. UU., la paridad estratégica pudiera equilibrarse en la desenfrenada carrera militarista de aquellos años. Y a pesar de que nuestro Partido y Gobierno, a través de la figura de Fidel, consideraron oportuno hacer público el convenio militar entre los dos países soberanos, los soviéticos no lo estimaron así y lo mantuvieron en secreto, lo que fue caldo de cultivo propicio para la posterior denuncia norteamericana en el seno de las Naciones Unidas, en una batalla diplomática en la que los soviéticos salieron derrotados.
El 22 de octubre de 1962, el presidente norteamericano John F. Kennedy decretó el bloqueo naval contra Cuba y demandó la retirada de las armas estratégicas soviéticas de nuestro país. La respuesta de Cuba no se hizo esperar y todo el país se puso en alarma de combate: se desencadenaba la llamada Crisis de Octubre.
Nuestro pueblo estuvo dispuesto a afrontar el mayor de los sacrificios: morir, desaparecer como país borrado de la faz de la tierra, pero con dignidad. Cada día y hora que pasaba la situación se ponía más tensa. La isla fue bloqueada por mar y los vuelos espías rasantes sobre nuestro territorio nacional se hicieron habituales. Fidel condujo la situación de manera brillante. El Che marchó a Pinar del Río; Almeida, a Las Villas y Raúl a Oriente.
Para Cuba era inaceptable permitir esa invasión flagrante del espacio aéreo por aviones espías U-2 norteamericanos. La orden de Fidel, de común acuerdo con la dotación soviética existente en la isla, fue de derribarlos. El 27 de octubre fue derribado un avión U-2 en Banes, Holguín, por una dotación soviética al mando del coronel Gueorgui Voronkov.
Lamentablemente, la dirigencia soviética de entonces encabezada por Nikita Jrushchov no estuvo a la altura que las dramáticas circunstancias requerían y a espaldas de Cuba llegó a un acuerdo con el presidente Kennedy para resolver la crisis y evitar el holocausto nuclear. En las negociaciones obvió a Cuba, y con promesas de los Estados Unidos improbables de cumplir —e incumplidas algunas de ellas después—, ordenó unilateralmente la retirada de los cohetes nucleares soviéticos de la isla.
Fidel supo del acuerdo por Radio Moscú, y su respuesta llena de indignación la trasmitió de inmediato en carta a Jrushchov: “Muchos ojos de hombres, cubanos y soviéticos, que estaban dispuestos a morir con suprema dignidad, vertieron lágrimas al saber la decisión sorpresiva, inesperada y prácticamente incondicional de retirar las armas”.
La solución al conflicto llegó de esa infeliz manera para Cuba. Realmente, la guerra se podía evitar —pues nadie la deseaba y la comunidad internacional estaba en contra—, pero si se hubiese contado con los cubanos, lo cual era un elemental deber de aliados, se hubiesen aceptado los Cinco Puntos de Fidel, enarbolados por el Comandante en Jefe como condición indispensable para la justa negociación entre las partes involucradas.
Las demandas de Cuba, seguramente aceptadas en aquella situación tan especial por la administración norteamericana, hubieran puesto fin, como el propio Fidel le declarara al periodista Ignacio Ramonet, a: “…los ataques piratas y los actos de agresión y de terrorismo que se mantuvieron después durante decenas de años; el cese del bloqueo económico, la devolución del territorio que ocupa arbitrariamente la Base Naval en Guantánamo. Todo eso se habría podido obtener, dentro de aquella dramática tensión”.
Han pasado 55 años de aquellos hechos que pusieron a la humanidad a punto de desaparecer. Mucho ha cambiado el mundo desde entonces. Ya no existe el campo socialista, desapareció la URSS, esa poderosa nación fruto de la genialidad de Lenin y de la Revolución de Octubre, tan bien descrita por Reed en su libro clásico mencionado al inicio; pero sobre nosotros pesan aún cadenas que debieron dejar de existir hace muchos años: se mantiene el injusto y genocida bloqueo y la ocupación ilegal de la Base Naval de Guantánamo.
Son deudas no saldadas satisfactoriamente en aquella crisis de alcance mundial y de consecuencias impredecibles. A los soviéticos les faltó ecuanimidad y sangre fría, lo que aprovecharon muy bien los norteamericanos para ganar la batalla diplomática, política y militar.
Sin embargo, puso a prueba el genio militar, político y diplomático de Fidel, reconocido de manera brillante por el Che en su famosa carta de despedida: “He vivido días magníficos y sentí a tu lado el orgullo de pertenecer a nuestro pueblo en los días luminosos y tristes de la crisis del Caribe. Pocas veces brilló más alto un estadista que en esos días, me enorgullezco también de haberte seguido sin vacilaciones, identificado con tu manera de pensar y de ver y apreciar los peligros y los principios”.
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