No siempre la Revolución se defiende con sangre. En ocasiones hay que defenderla hasta con el fuego, con la candela purificadora que realce la honra y evite que un lugar sagrado de la Patria caiga nuevamente en las manos profanadoras del enemigo.
Allí, en Guáimaro, en ese poblado del Camagüey, había sesionado el Gobierno de la República en Armas y nacido la primera Constitución cubana. Nuestra primigenia Carta Magna de 24 artículos, redactada por Ignacio Agramonte y Antonio Zambrana, que designó a Carlos Manuel de Céspedes como nuestro primer presidente.
No se podía aceptar que dicho lugar volviera a ser convertido en esclavo de la Metrópoli española. Era libre desde el propio alzamiento de los camagüeyanos, el 4 de noviembre de 1868, y sus calles, sus hombres y sus mujeres habían tenido el privilegio de ver a los grandes prohombres del 68: a Céspedes, al frente de los orientales; a Salvador Cisneros Betancourt, encabezando al Camagüey, y a Miguel Gerónimo Gutiérrez, liderando a los villareños.
Era preferible que ardiera antes de dejarlo de nuevo en manos viles. La orden del general Manuel de Quesada al gobernador civil de Guáimaro fue tajante y no admitía réplica alguna:
“Inmediatamente y bajo su estricta responsabilidad pondrá usted fuego al pueblo que se halla bajo su gobierno, de manera que no quede piedra sobre piedra. El coronel Manuel de Jesús Valdés (Chicho Valdés Urra) ayudará a usted en la completa destrucción de ese poblado”.
Fue el sacrificio sublime ante un ideal mayor: la independencia de Cuba. Antes, el 12 de enero de 1869, los bayameses habían hecho lo mismo con su ciudad, y también lo reeditarían, el 26 de septiembre de1876, los tuneros liderados por Vicente García, quien ordenó que la primera casa en quemarse fuera la suya.
Tres ciudades convertidas en antorchas de libertad, en símbolos de dignidad de un pueblo capaz de las mayores muestras de altruismo y entrega incondicionales. Una evidencia de la valentía cubana, que tras el patriótico incendio de Guáimaro se pondría a prueba cientos de veces más.
Ana Betancourt, la camagüeyana defensora de los derechos de la mujer y su igualdad, fue testigo del incendio y así lo recordaba años después: “Todo mi ser se conmueve al recuerdo de aquella noche, noche terrible en que se oían por todas partes el rumor de las llamas y el ruido que producen los techos y puertas al caer para ser devoradas por las llamas”.
Fue el pago terrible a un objetivo superior. El duro crisol por donde tuvo que pasar nuestra nacionalidad para cristalizar como nación al fragor de la Guerra de los Diez Años.
José Martí, el más genial y universal de nuestros políticos cubanos, cuyo aniversario 165 de su natalicio estamos conmemorando con orgullo todos los cubanos, también se refirió al incendio de aquella tarde-noche del 10 de mayo de 1869 en Guáimaro, cuando era inevitable la caída del poblado, en manos del Conde de Valmaseda.
Así escribió, en bella y fina prosa, nuestro Héroe Nacional: “(...) ni las madres, ni los hombres vacilaron, ni el flojo corazón se puso a ver como caían cedros y caobas. Con sus manos prendieron la corona de hoguera a la santa ciudad, y cuando cerró la noche se reflejaba en el cielo el sacrificio”.
Y proseguía Martí: “ardía negra, silbaba el fuego grande y puro; en la Casa de la Constitución ardía más alto y bello”.
Era el fuego sagrado de la Patria.
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