A cien días de su entrada a la Casa Blanca es tradición que los presidentes norteamericanos se reúnan con el poder legislativo para informar de su inicial desempeño y dar un “norte” de las perspectivas y aspiraciones de su futura gestión.
Se estima, de hecho, una ceremonia que pone fin a la “luna de miel” que supone la sumatoria del triunfo electoral, la asunción del cargo, la organización del gabinete, y las primeras medidas ordenadas o ya en marcha. Es de hecho algo así como el tanteo de un boxeador antes de poner en marcha su tren de pelea.
Y, como era de esperar en un púgil político de vieja data y sumergido de lleno en el deporte rentado, la primera aparición del presidente frente al Congreso estuvo destinada a ensalzar sus estrenados pasos y loar lo que podría venir atrás.
Sin embargo, hay que definir claramente que el sustento estratégico de la Casa Blanca no cambia, por mucho que muten los rostros de sus inquilinos y sus construcciones retóricas.
Y la gran y única meta es hacer y deshacer todo lo necesario para que los Estados Unidos persista como pretendido líder global a toda costa y a todo costo, como corresponde a una “envidiada” tierra de “elegidos y privilegiados” por el “Lord” de los cielos.
Desde luego, el papel aguanta lo que le pongan, y Biden se solazó de sus “logros” en la lucha contra la COVID-19, anunció un proyecto en ciernes (requiere aún del controvertido apoyo del legislativo) de dos billones de dólares para hacer “resurgir” las potencialidades económicas estadounidenses, otros 1.8 billones para gastos en “temas sociales”, la aplicación de incrementados impuestos para el sector más rico (55 por ciento del cual no tributó al fisco el pasado año a pesar de sus ganancias superiores a los 40 mil millones de dólares), y medidas destinadas a intentar regularizar asuntos relacionados con el peliagudo asunto de la migración.
En pocas palabras, una exposición que podría sonar bien para no pocos oídos de la “clase media” (pilar, según Biden, del país), pero que no es nueva entre los presidentes de titulado corte “populista” en el devenir político estadounidense, sin que en la práctica las cosas cambiaran demasiado en un escenario donde los controles decisorios y efectivos están en manos, precisamente, del uno por ciento de la población, o lo que es lo mismo, la exclusivista claque multimillonaria.
Y, en esta disección de la parrafada presidencial ante el Congreso, las claves no tardan en revelarse. Todo el andamiaje tiene un propósito prioritario: el empujar, revivir, desperezar y agitar a la primera potencia capitalista ante, según el propio orador, la deslealtad, la vesania, el odio y la obsesiva competencia de “regímenes totalitarios” como los de China y Rusia, a los cuales —se ufanó— se les ha dado y dará “la respuesta debida” por sus desafíos a la “cuna global de la democracia y la libertad”.
Razonamiento, lo hemos dicho y lo diremos cuantas veces sea necesario, ejemplo evidente de inmovilismo, prepotencia, desprecio por lo ajeno, desconocedor en extremo de los derechos de los demás, discriminador, intolerante, soberbio, hostil, agresivo, excluyente, irracional y carente de toda objetividad y sentido de la hora histórica.
Veremos, pues, qué depara el decurso oficial de Joe Biden al frente de la presidencia norteamericana, y lo que pueda, quiera, o no pueda o no quiera ejecutar.
Al fin y al cabo no es, como ninguno de sus decenas de antecesores, un político sin compromisos al más clásico estilo Made in USA, ni su eje básico marca diferencias con los de aquellos que pasaron sin pena ni gloria o dejaron hitos escandalosos en el peor de los sentidos. Y es que el problema es de fondo y no de forma, es de sesos y no de afeites.
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