Esta semana será decisiva en Brasil pues, según pauta del Congreso Nacional, el próximo miércoles el plenario del Senado decidirá si la presidenta Dilma Rousseff debe ser enjuiciada, y de aprobarse, separada del cargo por 180 días, lo que se considera un triunfo de la derecha que formuló un complot-golpe de Estado, para dar paso a un nuevo gobierno neoliberal.
La armazón contra la mandataria, una mujer de 68 años probada en la lucha contra la dictadura militar en su país, que inició el pasado enero su segundo mandato ganado limpiamente en las urnas, sin un cargo verificado en su contra, comenzó prácticamente desde que 54 millones de sus coterráneos derrumbaron al candidato derechista Áecio Neves, del Partido de la Social Democracia (PSDB) en los comicios del 2015.
Rousseff, quien ocupó varios cargos en el gobierno de Luiz Inacio Lula da Silva, mantuvo las conquistas sociales de los dos mandatos de su antecesor, a las cuales agregó otras de suma importancia.
En los últimos 12 años, la dirección brasileña eliminó la pobreza en que vivían 28 millones de sus coterráneos, y a pesar de la grave crisis económica mundial —que ella no pudo evitar que tocara al país— logró su reelección de manera transparente. Sin embargo, las clases altas no aceptaban una mejor distribución de las riquezas, como hizo en sus mandatos para beneficiar a los más vulnerables.
Ese es uno de los motivos por lo cual los grupos sociales y económicos más poderosos de Brasil se unieron para derrocarla, aunque la poco discutida acusación radica en presuntas “pedaleadas” presupuestarias, o sea el anticipo de pagos por bancos estatales antes del giro del dinero por el Tesoro que, según se admite en los medios económicos y políticos, no son bases para denuncias por responsabilidad, pues no hubo desvío de dinero.
Los opositores se mantuvieron agazapados e incluso aceptaron un pacto con el PT mientras sus intereses no fueran tocados, y retuvieran los niveles de ganancias habituales. Incluso, con el viento a favor, aceptaron las asociaciones con gobiernos progresistas poderosos, como los de Venezuela, Argentina y Bolivia, y aplaudieron la fortaleza de los BRICS. Hay que recordar que la burguesía de Brasil tiene los mismos intereses que la del resto de América Latina.
Tres gobiernos consecutivos del Partido de los Trabajadores (PT) fundados por Lula da Silva resultaban demasiados para la oligarquía brasileña, una de las más poderosas del mundo, que no solo es dueña de gigantescos consorcios sino que domina los medios nacionales de comunicación —en específico la trasnacional O Globo— dueña de cadenas de radio, televisión y prensa escrita.
Poderosos periódicos de circulación nacional, como el Estado de Sao Paulo y Folha de Sao Paulo, revistas como Veja e Istoé, siempre tuvieron enfilados sus cañones contra la gubernatura petista y trataron de encaminar el pensamiento de una nada despreciable parte de la población, en la cual no se incluye la más pobre, contra la política del PT, sus funcionarios y sus militantes.
Acusaron a ese partido de corrupción, sin pruebas y sin mencionar, por supuesto, al resto de la clase política. Desde hace unos años, a partir de la crisis capitalista mundial, las élites exigieron entre telones o a voz de cuello el fin del gobierno petista, y en absoluto desconocimiento del proceder de la presidenta y su Ejecutivo, acabar con lo que consideran despilfarro del dinero público hacia programas sociales.
Entre ellos, se mencionan los que promocionan el empoderamiento de la mujer, cupos para las minorías pobres en el sistema de Educación, protección social, salud pública gratuita, la bolsa-familia, Mi casa, mi vida (de vivienda), Más médicos.
La burguesía brasileña —que no ha sido perjudicada por los petistas— quiere aislar a Brasil de su alianza con gobiernos populares y así lo ha proclamado en sus medios de difusión, incluso, porque también consideran que no responden a los intereses de sus naciones, en un conocido cliché esgrimido por la derecha en la región para desprestigiar a sus dirigentes y procederes.
Este panorama, en general, responde a la estrategia de Estados Unidos para América Latina, que intenta y lo va logrando, derrocar a los gobiernos progresistas por distintos medios, uno de ellos los golpes parlamentarios, aunque en el caso específico de Brasil, los Ejecutivos del PT no quebraron estructuras económicas ni tocaron los grandes monopolios como ocurrió, por ejemplo, en la Venezuela de Hugo Chávez.
Para Washington, el quiebre de la democracia en la nación suramericana conlleva numerosas ventajas, entre ellas el cambio de manos de la mayor economía de América Latina, debilitamiento de los BRICS, pues es casi seguro que los conservadores abandonarán el grupo, y reversión de la integración desinteresada y solidaria alcanzada con numerosos países para el desarrollo y crecimiento del área económica en aras de la independencia de las naciones hegemónicas.
La oligarquía si está interesada, en cambio, en la inmediata privatización de la estatal petrolera Petrobras, con el pretexto del escándalo de corrupción que fue destapado durante el gobierno Lula y la supuesta incapacidad del Estado para manejarla, pero que venía caminando desde los regímenes militares. O sea, que los petistas nada tuvieron que ver directamente con los ladrones de la Petrobras, en los que hay involucrados más de 100 de los actuales Diputados del Congreso Nacional.
VOTACIÓN DE COMISIÓN ESPECIAL DEL SENADO
El pasado viernes, la Comisión Especial integrada por 21 senadores de la República se pronunció a favor de la continuidad del proceso de impugnación en contra de la mandataria.
Días antes, el Senado había recibido los resultados de la votación realizada en la Cámara de Diputados, en la cual 367 legisladores, en un bochornoso espectáculo mediático, injuriaron a la mandataria y dejaron de lado el análisis de las acusaciones.
Aunque la defensa de la mandataria intentó que el proceso se detuviese, ya que su introductor fue separado del cargo por el Supremo Tribunal de Justicia, el senador Cássio Cunha Lima, del opositor PSDB, negó que el fallo de la Corte Suprema que suspendió a Eduardo Cunha afecte la validez de sus acciones cuando fungía como presidente de la Cámara Baja.
El informe aprobado por la Comisión Especial fue redactado por el senador Antonio Anastasia, del mismo partido, el que afirma que “el proceso contra Rousseff respetó las leyes y debe continuar”, rechazando la tesis de un golpe de Estado.
En una entrevista concedida al grupo mediático Estado de Sao Paulo, el senador Romeo Juca, íntimo asesor del eventual presidente temporario Temer, declaró que el “delito” de Dilma con las “pedaleadas” fiscales fue para cumplir con los recursos para el programa social “bolsa-familia”, un subsidio destinado a los segmentos más pobres de la población para que sus hijos estudien.
Mientras, la presidenta descartó el pasado viernes la posibilidad de una renuncia y afirmó que resistirá la presión derechista.
En un acto en el palacio presidencial de Planalto, en Brasilia, Rousseff dijo: “Soy la prueba viva de un golpe sin base legal que tiene por objetivo herir intereses y herir conquistas adquiridas a lo largo de los últimos 13 años”. Sabemos quién es quién en este proceso y, por eso, ellos querían que yo renunciara: soy muy incómoda. Soy nada menos que la presidenta electa, no cometí ningún delito y, si renunciara, enterraría la prueba viva de que esto se convirtió en un golpe, sin base legal. Resistiré hasta el último día.
”No nos vamos a ilusionar: todos aquellos que son beneficiados por este proceso, como por ejemplo el vicepresidente de la República que pretende usurpar el poder, son cómplices de un procedimiento extremadamente grave”.
Analistas políticos brasileños coinciden en que en la Cámara Baja hay identificada una bancada llamada “De las Tres B”: buey (agronegocios), bala (industria militar) y Biblia (evangélicos, de gran crecimiento en el país). Ese grupo de las B representa a las grandes corporaciones en la escena política y, también, la corrupción que la presidenta dijo que combatiría. Votaron en nombre de Dios, de sus tíos, sus padres y otros parientes, y hasta por la dictadura militar.
Los vínculos entre diputados opositores y los poderosos grupos de poder que financiaran campañas políticas millonarias a favor de sus representan en el Congreso Nacional quedaron en evidencia cuando, sin pudor alguno, el presidente del Frente Parlamentario Evangélico en la Cámara no negó que recibiera, en 2014, unos 400 000 reales (3.55736 por dólar este mes) de una empresa de seguridad privada para cuidar sus intereses en el escenario parlamentario.
El complot contra la mandataria siguió el patrón de un golpe de Estado comandado por el vicepresidente Michel Temer, líder del derechista Partido Movimiento Democrático Brasileño (PMDB) de 75 años y casado con una joven de 28. El sustituirá a la jefa de gobierno si, como se espera, el pleno del Senado decide enjuiciarla.
Temer, un carajé (caimán) de la politiquería brasileña, se convirtió en enemigo político de la mandataria a partir de sus diferencias ideológicas, aunque se aliaron para formar gobierno, pero a sabiendas de que podía, y así lo hizo, traicionar al PT en el momento más oportuno.
No puede olvidarse que estos partidos opositores —mayoría en el Congreso— bloquearon las propuestas legislativas del gobierno para promover, por ejemplo, una reforma agraria profunda, ampliar los derechos civiles, proteger a las comunidades indígenas de la extracción minera y el agronegocio, entre otras medidas que Rousseff no pudo cumplir y que la hacían parecer ante el pueblo como una presidenta sin poderes.
Este proceso comenzó por una supuesta venganza —y he ahí la hendija por donde inflaron el globo contra la mandataria— de Eduardo Cunha, quien quiso chantajearla con aceptar denuncias en su contra si no impedía que lo investigaran por su comprobada vinculación con la corrupción en la Petrobras.
Una Cámara formada por 25 partidos manejada por Cunha definió un rapidísimo proceso de Comisiones y votaciones —en medio de acusaciones, detención e investigaciones contra Lula da Silva— que culminaron con el pase al Senado de la documentación contra la jefa de gobierno.
Es significativo que el PMDB rompiera su alianza gubernamental con el PT hace dos meses, pero Temer no renunció a la vicepresidencia y de manera taimada siguió en el cargo para luego sustituir a la mandataria, cumpliendo su golpista hoja de ruta.
Después de 10 días de análisis, 15 senadores —de un total de 21— dieron el Sí a continuar la causa, cinco lo hicieron en contra, y uno se negó a dar su parecer. El sufragio se hizo sobre la base de 20 personas. Sin embargo, algunos analistas, como Betto Almeida, hicieron hincapié en que tampoco los senadores se centraron en la acusación y la defensa.
El pleno senatorial está compuesto por 81 parlamentarios, por lo que 41 deberán pronunciarse a favor de la impugnación. Si gana esa cifra, de inmediato Rousseff cesará en sus funciones mientras dure la investigación, al final de la cual el Senado hará firme la destitución, si la cree precisa, o archiva el caso.
Sin respaldo popular por más de una década, los opositores del gobierno, como el PSDB, siempre derrotado en las urnas, ven los cielos abiertos para unirse a Temer a cambio de cargos y otras mañas políticas comunes en la politiquería del país suramericano de más de 200 millones de personas y ocho millones de kms2 de extensión, con regiones diferenciadas y algunas de gran pobreza.
Cabe esperar esta semana qué hará el movimiento popular brasileño en protesta por la eventual suspensión y destitución de Rousseff. Luego de semanas de protestas populares, organizaciones como la Central Única de Trabajadores (CUT) amenazaron con desacatar un gobierno con Temer a la cabeza, en tanto exigían el cese del proceso.
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