Unos versos somalíes recitan el lamento: “Es lo que mi abuela llamaba las tres penas de una mujer: el día de la circuncisión, la noche de bodas y el nacimiento de un hijo”. Aunque los inspire, porque la desgarradura suele inspirar, la mutilación genital femenina, también conocida como ablación, tiene poco de poema: es el dolor de millones de víctimas con incomprensible persistencia en el planeta.
Algunas momias egipcias prueban que hace 5000 años niñas y mujeres sufrían esta práctica. Y el historiador Herodoto dejó testimonio de que ya en el siglo V antes de Cristo los fenicios, los hititas y los etíopes practicaban esta circuncisión.
Semejante mapa de lágrimas muestra muchos afluentes. Documentos amarillos refieren que en zonas tropicales de África y Filipinas, en ciertas tribus del Amazonas y Australia, y en antiguas comunidades romanas y árabes se aplicaba el rito, pero incluso, en la década de los cincuenta del siglo pasado la clitoridectomía se veía en los muy civilizados Europa Occidental y Estados Unidos para tratar “dolencias” como la histeria, la epilepsia, los desórdenes mentales, la masturbación, la ninfomanía y la melancolía.
El desconocimiento, hijo primogénito de la pobreza, tiene su marca en el asunto. Algunas comunidades de Ghana creen que, al momento del parto, el clítoris causa ceguera al niño; y en Costa de Marfil otros suponen que, dado el poder que tiene, hay que quitárselo a la mujer y ofrendarlo a los espíritus. No van más lejos en el distrito tanzano de Tarime, donde no se permite a las niñas no mutiladas abrir el establo del ganado porque, suponen, ello traería mala suerte a quienes entren después.
FALTA MÁS QUE LA LEY…
Hace apenas unos días, el Parlamento Panafricano, órgano legislativo de la Unión Africana, aprobó la prohibición de las prácticas de la mutilación genital femenina en sus 50 Estados miembros. La medida corresponde con el plan de acción que firmaron previamente sus 250 diputados y los representantes del Fondo para la Población de Naciones Unidas (UNFPA).
“El Parlamento está preparado para contribuir y ayudar a los implicados en el plan de acción para solucionar este problema”, afirmó a la sazón el presidente de esa Cámara, el camerunés Roger Nkodo Dang.
La preocupación es justificada. Recientes datos del Fondo de Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) señalan que al menos 200 millones de mujeres y niñas en todo el mundo —44 millones de ellas, menores de quince años— han sufrido la mutilación genital femenina. En África se practica todavía en al menos 26 países, entre los que destaca negativamente Somalia, donde el porcentaje de afectadas ronda el 98 % de la población femenina. Fuera de África, son Yemen e Irak los países marcados por esta pena.
En ese panorama, la muy atinada decisión parlamentaria regional está cercada de obstáculos. Justine Coulson, directora regional para el este y el sur de África del programa de la ONU, elogió que los diputados estuvieran “en estrecho contacto con las comunidades locales” para “traspasar los límites de las ciudades y llegar a los líderes religiosos y locales y, sobre todo, a las familias”.
Porque este, obviamente, no es asunto solamente de faldas. RogerNkodo Dang pidió a los hombres africanos un paso adelante en la lucha contra la mutilación genital femenina y les recordó que la responsabilidad “es doble a la hora de defender a las mujeres contra esta flagrante violación de los derechos humanos”.
EL MALTRATO ES SIEMPRE PRIMITIVO
Los sufrimientos ante semejantes procederes son solo comparables con la secuela de traumas que dejan. Una común hoja de afeitar, un cuchillo de cocina o un rústico pedazo de cristal componen el “instrumental” para sajar los genitales, mientras que para las suturas se emplea cualquier hilo y lo mismo una aguja oxidada que la espina de un árbol silvestre. Si ello no intimidara lo suficiente, estas herramientas son usadas en víctimas sucesivas, una y otra vez.
La mutilación consiste en extirpar el clítoris, a veces raspar los labios menores y mayores hasta eliminar totalmente los genitales externos, cerrar el corte con una sutura y dejar apenas, para el flujo menstrual y la orina, un pequeño orificio que más adelante se reabrirá, a cuchilla, previo a la noche de bodas.
Además de Somalia, registran tasas elevadas de esta práctica desconocida en Cuba —cuyos profesionales han tenido que amortiguar sus consecuencias en misiones médicas en el exterior— Guinea (96 % de su población femenina), Yibuti (93 %), Egipto (91 %), Eritrea y Mali (89 %) y Sierra Leona y Sudán (88 %).
Si se tiene en cuenta la cantidad absoluta, es Egipto, con 27 millones de mujeres mutiladas, el país con mayores víctimas, seguido por Etiopía, donde, según refiere Unicef, 23 millones la sufren.
Además de una norma social que remarca con sangre la desigualdad, esta práctica está dirigida a administrar la sexualidad femenina. El resultado rebasa el pretendido marco “tradicional”: Naciones Unidas ha desmentido los presuntos beneficios de un proceder que ocasiona problemas al orinar, hemorragias, fobia a las relaciones sexuales, infecciones de todo signo, esterilidad, quistes, embarazos sufridos y serias complicaciones para madre e hijo en el parto.
La ONU, que incluyó su cese como una prioridad entre los Objetivos de Desarrollo Sostenible para el año 2030, está consciente de que, si se mantiene la tendencia actual, de aquí a ese año otras 15 millones de niñas del mundo habrán engrosado la lista del dolor.
NO HAY RELOJ QUE MIDA LÁGRIMAS
Además de comadronas y parteras tradicionales, muy reconocidas y remuneradas en sus comunidades, las mutilaciones están siendo llevadas a cabo también por —parece inverosímil— profesionales de la salud. Junto con la ley, estos especialistas violan un principio médico básico: el que les llama a no causar daño.
Estimados apuntan que alrededor de una de cada cinco niñas ha sufrido esta “operación” a manos de un profesional de la salud calificado, de modo que la Organización Mundial de la Salud los ha instado a abandonar esa práctica y a emplear su influencia social —implicando activamente a la víctimas— en función de eliminarla.
Respetar los derechos humanos de todas las mujeres pasa por ahí. Según la Fundación Plan Internacional, organización comprometida con la defensa de los derechos de la infancia, cada año tres millones de niñas sufren esta mutilación. El mundo debe parar eso.
A la decisión del Parlamento Panafricano la acompañan otros signos de avance. En el área de actuación del Plan International en Etiopía, el 92 % de las recién nacidas no han sido mutiladas, y en la localidad de Bonazuria, 14 de las comunidades refrendaron en leyes la prohibición de la práctica. Un Club de Niñas, auspiciado por la Fundación contra ese proceder, confiere esperanzas de que la justicia crezca a la par de las chiquillas.
Se lucha intensamente. La Unicef ha desmentido, uno por uno, los supuestos argumentos sociológicos, estéticos, higiénicos, sanitarios y religiosos que han sustentado el sinsentido, pero en una época de incontrolada ola migratoria, el mal también se desplaza de sur a norte. Nadie sabe cuántas de esas niñas y mujeres que llegan a Europa y a otras zonas huyendo del caos y la guerra llevan dentro el dolor de los seres mutilados.
Las estimaciones sugieren que en Reino Unido viven 170 000 mujeres con esa pena; en Suecia, 42 000 y en Hungría, 350. ¿Serán ciertas o falsas tales apreciaciones? Es difícil comprobarlo, pero, a todas luces, consumado el acto, las cifras pasan a un segundo plano. De lo que debe ocuparse la humanidad es de llevar a cero, cuanto antes, un dolor que jamás podrá medirse.
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