Cuando nace un niño en una favela de Río de Janeiro, la supuesta Ciudad Maravillosa de Brasil, los padres saben que vivirá, quizás, solo 35 años, si toman en cuenta estudios realizados sobre el tráfico de drogas en esos espacios citadinos, casi siempre por rivalidad entre bandas y los ataques de la Policía —Federal y Civil—, en muchos casos involucrada con los delincuentes.
La matanza ocurrida este mes en la favela Jacarezinho (Caimancito, pues existe la llamada Jacaré, separadas por la carretera que lleva al aeropuerto internacional de Río) es otra muestra de la violencia que ejercen las “fuerzas del orden” en un aparataje de “control de tráfico”.
No es nuevo ese accionar, solo que ahora tiene el respaldo oficial del gobierno federal y de su presidente, el ultraderechista Jair Bolsonaro. Fueron 29 los muertos, y de ellos un uniformado, el inspector Andre Leonardo de Mello Frias.
Habitualmente, si hay una baja entre los policías, el resto se retira y vuelve otro día para vengarlo. En Jacarezinho la reacción fue inmediata y de ahí la alta cifra de muertos por ejecuciones en el lugar, la furia y el atropello.
Testigos aseguran que mataron a víctimas indefensas o detenidos. Hay fotos y videos como pruebas.
La operación, según cita el periódico Jornal do Brasil, fue planificada por la Policía civil durante 10 meses para aprehender a unos 30 narcotraficantes, pero entre los fallecidos, asegura, no están los buscados.
NO TODOS SON BANDIDOS
Es falso que todos los que viven en favelas (barrios pobres construidos de manera escalonada en las laderas que rodean la ciudad) son bandidos, pues allí residen emigrantes que viajan al balneario en busca de oportunidades no encontradas en otros Estados, y cumplen con las leyes impuestas por el narco, pero también, fuera de sus límites, por el sistema judicial.
Qué les brinda el balneario, con sus 6,9 millones de habitantes, de los cuales 12,7 % residen en el área metropolitana? Solo empleos que sus ciudadanos no ejercen: porteros, criadas, trabajos informales, ambulantes, obreros sin calificación, entre otros de baja categoría (según el esquema de división de clases existente en el gigante suramericano).
A la mayoría de los llegados, sin dinero, les resulta imposible pagar un alquiler fuera de los ámbitos de los barrios pobres. Los de mejor posición residen en la zona sur, y los pobres en la norte, una división cambiante. Las favelas se ubican en la parte sur.
El morro, como también se llama a las zonas de favelas que hacen un cordón en torno a la zona más adinerada constituye, y es un hecho histórico, el centro de la compra y venta de drogas de Río de Janeiro.
Pero los verdaderos dueños del negocio no viven allí, sino en los modernos apartamentos colindantes con el mar e, incluso, en otros Estados. No se les conoce públicamente, casi todos son muy ricos o millonarios, porque el negocio de la droga es altamente rentable y sobra para el soborno de las autoridades.
En Brasil, la Comisión Investigadora del Narcotráfico presentó indicios de que parlamentarios y miembros de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial de varios Estados están implicados con el narcotráfico: cinco diputados federales (dos de Río de Janeiro, uno de Acre, uno de Alagoas y uno de Amazonas); un senador de Rondonia, además de otros diputados de Acre, Amapá, Espíritu Santo, Goiás, Minas Gerais, Pernambuco y Río de Janeiro.
No cambia el método de los uniformados de entrar matando a esos espacios superpoblados. Lo que es diferente ahora es el respaldo oficial a esos métodos. Bolsonaro opinó sobre la matanza de Jacarezinho que “bandido bueno es bandido muerto”, consigna de los escuadrones de la muerte o milicias paramilitares del sureño Estado.
El mandatario felicitó en un tuit a la Policía Civil de Río por la operación realizada el pasado 6 de mayo, al igual que lo hizo el vicepresidente, el general retirado Hamilton Mourão, quien justificó la matanza diciendo que “eran todos bandidos”, antes de que se supiera siquiera la identidad de los fallecidos.
Bolsonaro, que ahora solo tiene el apoyo del 34 % de la población, dijo: “Felicitaciones a la policía civil de Río de Janeiro”.
OFENSA A LA JUSTICIA
La chacina, como también nombran la masacre en Brasil, incluso confronta al Supremo Tribunal Federal (STF), ya que desde el 5 de junio de 2020 el juez Edson Fachin (el mismo que anuló el proceso en Curitiba contra el expresidente Luiz Inacio Lula da Silva) prohibió operaciones policiales en las favelas mientras hubiera pandemia de COVID-19, atendiendo a demandas del Partido Socialista Brasileño y organizaciones sociales.
El dictamen de Fachin, respaldado mayoritariamente por los otros jueces del STF, logró reducir las muertes por intervención policial en el Estado fluminense de 130 en mayo de 2020 hasta 34 en junio, y 50 en los meses siguientes. Pero en octubre esa cifra volvió a subir, hasta alcanzar 149 en enero, 147 en febrero y 157 en marzo, según datos oficiales del Instituto de Seguridad Pública.
Debido al hacinamiento en que viven en esos barrios, unido a la desarticulación del sistema de salud, las favelas son un foco de contagio de la COVID-19. Brasil ocupa hoy el tercer lugar mundial en el número de fallecidos y contagiados por la enfermedad.
El 22,03 % de los 6,3 millones de habitantes de Río reside en favelas. Es decir, 1,4 millones de individuos, convirtiendo a la ciudad carioca en la urbe con más barriadas de este tipo en Brasil, por encima, incluso, de Sao Paulo —1,28 millones de personas en 1.020 favelas—, indican datos del último Censo.
CONTRACORRIENTE
Sin embargo, el gobernador del Estado fluminense, el ultraderechista Claudio de Castro, asignó a la Policía Civil, cuya función es el apoyo al Poder Judicial, un papel más activo en la seguridad pública, antes a cargo de la Policía Militar.
No es un suceso aislado lo ocurrido en Jacarezinho, uno de los sectores más violentos en la jerarquía de las favelas, donde viven más de 40 000 personas. La mayor es la Rocinha, con más de 69 000. O sea, una pequeña ciudad dentro de otra mayor.
Son frecuentes en el balneario las masacres en las comunidades pobres del área metropolitana en las tres últimas décadas. Sin embargo, las matanzas, definidas como episodios donde mueren por lo menos tres personas, ocurren por decenas cada mes.
Especialistas indican que se dividen en tres tipos. Uno involucra bandas criminales, dos, ejecutores parapoliciales o milicias, la mayor fuerza criminal con influencia política, y tres, efectivos policiales con uniformes, armas y vehículos oficiales.
Para la ciudadanía de la zona sur de Río, la favela y sus habitantes constituyen “un mal con el cual hay que convivir”. Gran parte de los consumidores de drogas residen allí y, en especial los fines de semana, es común observar a jóvenes consumiendo en bares elegantes del emblemático barrio de Ipanema.
La favela es dominada por un orden jerárquico que va desde el jefe del narco, reconocido como la máxima autoridad, hasta niños de corta edad, encargados de la repartición de la droga. Ellos serán el reemplazo de los jefes y los llamados soldados del ejército de bandidos. No viven mucho, víctimas de los enfrentamientos entre bandas rivales, masacres de la policía, o enfermedades resultantes de la adicción adquirida desde pequeños.
Estos jefes del narco, por los cuales hay que guardar luto obligado si fallecen, y no solo en la favela sino en centros periféricos de la zona sur, tienen estructurados gobiernos y formas de vida. La mayoría dota a la favela con escuelas, médicos, dentistas, participan en los problemas interpersonales, organizan festejos y sobornan a los policías para que les permitan negociar en paz. Los favelados los respetan, pero más les temen.
Cada día se abren nuevas localidades con estas características, en la medida que empeora la situación económica del país, en especial en el Nordeste.
Sin embargo, el gobierno brasileño —en una situación que no es nueva— nada hace para cambiar la estructura de estas barriadas que, en alguna medida, constituyen un mundo dentro del mundo de violencia generalizada y corrupción existente en el gigante suramericano, con un 48 % de su población viviendo en pobreza o pobreza extrema.
A pesar de los millones de dólares que circulan en Río de Janeiro gracias al narcotráfico, de la participación de políticos y policías en el negocio, continúan las ejecuciones de arrestados o en sus viviendas, traslado de los asesinados al hospital para borrar el desastre humanitario, y nada hace presumir que la estructura montada vaya a cambiar.
No obstante, organizaciones de derechos humanos, movimientos comunitarios, especialmente los relacionados con favelas y negros, la Orden de los Abogados de Brasil, políticos opositores y el mundo académico se unieron en la condena a la masacre de Jacarezinho, la mayor en la última década.
Esos grupos reclaman un cambio en la política de seguridad pública basada en la confrontación, en la guerra al narcotráfico que sacrifica a la población pobre y solo acumuló fracasos en muchas décadas.
La doctora Silvia Ramos, coordinadora del estudio “El color de la violencia policial”, con datos de 2019, asegura que 86 % de las víctimas fatales son negros, quienes representan el 51,7 % de la población total de Río de Janeiro.
Y es conocido el sentido europeizante que tiene de la vida el presidente Bolsonaro, a quien le encantaría que le llamaran milord. Para él, negro y basura son la misma palabra.
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