Sucedió en la madrugada del domingo último, cuando un norteamericano de origen afgano, Omar Mateen, de 29 años de edad, irrumpió en un centro nocturno gay en la ciudad floridana de Orlando y la empredió a disparos de fusil de guerra y pistola automática contra los presentes.
Los reportes indican que más de cincuenta personas perdieron la vida en lo que ya se califica como la mayor tragedia de su tipo ocurrida en la primera potencia capitalista en los últimos decenios, a contrapelo del grueso expediente que en esa materia acumula la sociedad norteamericana.
El asunto es tan sonado que incluso se atisba como acápite para las respectivas campañas electorales de republicanos y demócratas, a las puertas de los comicios presidenciales del cercano noviembre.
Sin embargo, puede ser que en ese escenario de rivalidad política los espacios se dediquen por ambos partidos a culparse mutuamente alrededor de determinados aspectos alegóricos al sangriento asunto, mientras que el epicentro de las causas y motivaciones que originan matanzas de este tipo de forma periodicamente alarmante permanezcan sepultadas tras bambalinas.
Porque lo cierto es que, aunque parezca machacona retórica, resulta la propia arquitectura de la sociedad norteamericana que hoy conocemos la que impulsa y facilita semejantes episodios.
Y en este caso, por ejemplo, vuelven a coincidir varios factores medulares ya mencionados más de una vez. A saber, la extrema libertad con la que cualquier ciudadano estaodunidense puede acceder a las armas más letales y la existencia de entidades de importantísimo peso interno que defienden esa explosiva prerrogativa a capa y espada, al punto de que los controles resultan evidentemente inhábiles.
De hecho, incluso en las tiendas de pertrechos, las damas pueden agenciarse flamantes y ligeras ametralladoras de llamativos colores rosado, amarillo o magenta; salpicadas con gráficas de tiernas mascotas, flores, o brillantes estrellas, lunas y soles.
Por otra parte, es innegable que existe una cultura nacional que da por válido el ascenso y el éxito personal o sectorial a como de lugar, incluida la eliminación y la enconada hostilidad contra aquellos individuos y grupos que sean considerados obstáculos para semejante meta. Clima que históricamente justificó el genocidio contra la población autóctona, la esclavitud negra, las manifestaciones del más atroz racismo, las guerras de conquista y vasallaje contra otros pueblos, y la imagen de que el uso de la fuerza desmedida es natural y aceptable en todos los aspectos de la vida si se quiere llegar lejos y sobresalir sobre los demás, ya sea como individuo, colectivo o nación.
Añádanse en estos tiempos (y el caso de la mantanza de Orlando lo reafirma) las nefastas derivaciones de la alianza oportunista de las autoridades norteamericanas con segmentos burdos y extremistas en sus planes de conquista global, lo que no solo ha extendido el terrorismo en buena parte del planeta, sino que hasta lo ha convertido en un riesgo de orden interno una vez que las desavenencias estallan entre caporales y empleados.
Porque resulta que Omar Matten, el ya citado asesino en el centro nocturno de Orlando, abatido finalmente por los agentes policiales, había sido interrogado en dos ocasiones por el Buró Federal de Investigaciones, FBI, debido a manifestaciones explosivas a favor del terrorismo islámico, y que en una llamada personal realizada a los servicios de urgencia cuando asesinaba a inocentes, se declaró partidario del Estado Islámico, una de las fanáticas agrupaciones creadas por Washington, sus aliados occidentales, Israel y las satrapías árabes, para “ajustar cuentas” al gobierno legítimo de Siria, encabezado por el presidente Bashar el Assad.
En pocas palabras, trágicos fundamentos que hacen más tormentosa la realidad local norteamericana y mucho más cruento cada sucesivo episodio armado.
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