A quince años de los atentados terroristas en Nueva York y Washington el 11 de septiembre de 2001, vale subrayar que ni todas las verdades están dichas sobre el asunto, ni el publicitado enfrentamiento global al terrorismo resulta tan sincero ni eficaz.
Muchas dudas y contradicciones persisten sobre los orígenes, fines y objetivos reales de lo acontecido con los ataques a las Torres Gemelas y una sección del Pentágono mediante el uso de aviones comerciales, sobre todo porque testimonios y vivencias claves y reveladoras han sido sepultadas a propósito junto con los escombros de los inmuebles derruidos y los despojos de las víctimas.
No son pocos los que esperan conocer porqué las famosas moles neoyorquinas y otras edificaciones aledañas se desmoronaron como si sus pilares hubiesen sido objetivos de una rutinaria demolición controlada con el uso de poderosos explosivos, y cómo es posible que un avión civil estre-llado contra la sede del Departamento de Defensa no dejase ni un tornillo como rastro.
Pero en fin, son de esos misterios cuya génesis y ejecución posiblemente solo saldrán a la luz en siglos venideros, como acontece en general con los asuntos más espinosos en el devenir de la primera potencia capitalista.
Mientras, y sin hacer gala de mayores suspicacias, vale indicar que el 11-9 no dejó de ser útil a los sectores más agresivos dentro de los Estados Unidos que, a cuenta de “defender la nación”, entronizaron la violencia y el caos planetarios en una presunta lucha global contra el terroris-mo, a la vez que cercenaron no pocas prerrogativas de sus propios ciudadanos.
De aquellos tiempos data el desboque del injerencismo militar directo en Oriente Medio y Asia Central, donde, vale insistir, resulta una cínica constante el maridazgo de Washington y sus multiples aliados con los extremistas islámicos, ejecutores directos de las acciones terroristas.
Al Qaeda y Osama Bin Laden fueron creaciones exclusivas del hegemonismo norteamericano, el mismo sello que hoy portan Al Nusra (la versión siria de Al Qaeda) o el brutal Estado Islámico (EI).
De manera que el actual desparrame terrorista que afecta a buena parte del mundo, incluidas no pocas naciones del Occidente industrial, obedece al mismo guión que desembocó en los sucesos de Nueva York y Washington decenio y medio atrás, y no tendrá freno a menos que los planes de conquista y las aspiraciones absolutistas dejen de ser epicentros de la política externa que controlan y ejecutan los más obtusos sectores de poder de los Estados Unidos.
Desde luego, el uso del terror no es nuevo. Constituye una vieja y brutal rémora asociada precisamente al interés de ciertos grupos de imponerse a los demás mediante el uso de la fuerza y la violencia desmedidas, de manera de quebrar voluntades y establecer temores mayúsculos e inmovilizantes.
Lo sabe Cuba que, desde los primeros años de empeño en sus cambios revolucionarios, debió enfrentar semejantes actos de barbarie, patrocinados por representantes de la potencia que luego acunaría víboras del corte de Al Qaeda y sus similares.
De ahí que para la Isla estuviese claro, desde los primeros instantes que el 11-9 podía convertirse, como finalmente ha sucedido, en un detonante que intentase justificar los actuales desmadres injerencistas globales, invocando aires de revancha y presunto patriotismo.
Y es que si se pretende terminar con el terrorismo a escala internacional, más que una respuesta armada, es indispensable el ejercicio de una verdadera responsabilidad y colaboración mundiales que atajen y ponga fin a las nocivas inclinaciones de dominio planetario que constituyen el credo de poderosos grupos ultra conservadores capaces de aliarse con el mismísimo demonio, si ello supone ganar terreno en sus locas aspiraciones.
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