Cinco años después de la suscripción del Acuerdo de Paz que pondría fin a 52 años de guerra civil en Colombia, el régimen reaccionario del presidente Iván Duque mantiene una política hostil hacia la pacificación del país, en el que los grupos paramilitares son una máquina de matar exguerrilleros y líderes sociales.
El 26 de septiembre de 2016, luego de cuatro años de negociaciones en La Habana, Cuba, el entonces presidente colombiano Juan Manuel Santos y Rodrigo Londoño, comandante en jefe de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), firmaron en la ciudad de Cartagena el histórico pacto que puso punto final, al menos en el papel, a un conflicto que dejó más de 45 000 muertos y seis millones de desplazados.
Por su rol en lograr la suscripción del acuerdo, ahora destrozado por la política guerrerista del clan colombo-estadounidense gobernante, Santos recibió el Premio Nobel de la Paz. De las FARC no se acordaron en Estocolmo. Lo importante era que, al parecer, empezaría una nueva vida para los casi 3000 miembros de la más antigua fuerza subversiva de América Latina.
Un análisis de lo sucedido después demuestra que Duque, sustituto de Santos en el Palacio de Nariño, trabaja con una negativa estrategia hacia la paz diseñada por el exmandatario Álvaro Uribe, ambos del partido Centro Democrático, en alianza con Estados Unidos. Este binomio ultraderechista es el principal aliado de los norteños para ejecutar sus planes injerencistas en la región, entre ellos el derrocamiento del gobierno venezolano.
Para algunos analistas, Uribe, investigado por varios delitos, entre ellos corrupción, es el cerebro detrás de la desmedida violencia existente en esa nación donde residen 50 millones 374 000 personas, de ellos 21 000 000 en condición de pobreza.
Colombia, considerada un narco-Estado, al ser el mayor productor y distribuidor de cocaína en Latinoamérica y el Caribe —en su mayoría destinada al mercado estadounidense— es considerada por instituciones calificadas de Naciones Unidas entre las más violentas y desiguales de Suramérica.
Cinco años después, la institucionalidad del acuerdo está repleto de matices, la mayoría sin apego a la letra firmada que, se pensaba, garantizaría un cambio no solo en la vida de los miembros de las FARC-EP sino también en la del campesinado, cuyos sembrados de cocaína serían desplazados por alimentos.
Los acontecimientos demuestran que luego del desarme, la identificación y el presunto retorno a la vida civil, la mayoría de los exguerrilleros resultaron engañados. El día que abandonaron armas y campamentos, ya como civiles, el todavía gobierno de Santos no había preparado la logística y pasaron jornadas sin comer ni beber siquiera agua, durmiendo en el suelo y custodiado por soldados.
Analistas estiman que el mayor fracaso para dar vida al texto de Cartagena de Indias, la bellísima ciudad balneario del Caribe colombiano, es la violencia contra los excombatientes desmovilizados. Desde la firma del pacto, 290 de ellos fueron ultimados por bandas paramilitares, que ahora pululan por los campos de la Colombia profunda, donde operaba la guerrilla.
Estos grupos que actúan de manera impune, surgieron por la vocación de exterminio de Uribe, con el pretexto de buscar protección para los hacendados de Antioquia, cuando era gobernador de ese Estado.
Los homicidios ocurren sobretodo en zonas rurales con presencia de activistas sociales. Los asesinatos son casi diarios, incluidas más de 60 masacres en lo que va de año.
Un informe de seguimiento de la implementación del acuerdo, de enero de este año, suscrito por senadores y representantes independientes y de la oposición, precisa que “se ha visto un importante incremento en el número de asesinatos también de líderes sociales —opuestos a la venta de sus territorios a empresas trasnacionales— y un aumento considerable de desplazamientos forzosos”.
Se estima por fuentes oficiales que en Colombia operan 5500 efectivos paramilitares, los que originalmente combatían a la guerrilla, pero ahora tratan de controlar el tráfico de drogas y otros negocios ilegales, como la minería y la trata de personas.
También suscriben que Duque hace caso omiso a los puntos de difícil aplicación en puntos clave del acuerdo, entre ellos la reforma rural integral, la participación política, el fin del conflicto, la solución al problema de las drogas ilícitas y la cuestión de la reparación a las víctimas.
Respecto a ese tema y de la dotación de tierras, el informe demostró que el Estado colombiano tardaría decenas de años en indemnizar a todas las víctimas.
Hasta ahora, solo se asignó el 0,08 de las 3 000 000 de ha previstas del Fondo de Tierras, el mecanismo creado para alcanzar una reforma rural integral, que, entre otros puntos, comprende entrega de terrenos a los ex combatientes.
Esa medida, que también beneficiaría a los campesinos en general, solo trajo muerte e infortunio. Soldados movilizados en los 170 municipios de mayor violencia, arrancaron de cuajo las plantas de coca, sin que proveyeran las prometidas semillas de sustitución y con ellas la principal entrada económica de las familias de aquellos lares.
Reportes periodísticos precisan que solo en 66 territorios se reportan más ha erradicadas que sembradas.
Según la Oficina de la ONU contra la Droga y el Delito, la producción de droga creció y alcanzó cifras entre 1200 y 2000 toneladas en el periodo 2018-2021 en suelo colombiano.
El Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz) reportó que solo este año, hasta el mes de julio, 103 líderes y 31 firmantes del acuerdo fueron asesinados y ocurrieron 60 masacres con 221 víctimas mortales en el país.
Camilo González, presidente de Indepaz, afirmó que “hay una situación crítica” con el acuerdo. Los avances, precisó, no superan el 20 % de lo acordado, y responsabilizó al gobierno y al Centro Democrático de persistir en “dinámicas de guerra, discursos de odio e ignorancia de la legitimidad de los acuerdos”.
VICTORIAS PÍRRICAS
Algunas voces en Colombia, en especial los defensores del binomio Duque-Uribe consideran que la desmovilización y desarme de la guerrilla, convertida en el partido Comunes, es un punto muy importante del acuerdo.
Sin embargo, algunos disidentes de las FARC retomaron a las armas hace unos meses, tras denunciar lo que calificaron de engaño por parte del mandatario y sus aliados, y operan en las zonas campesinas más apartadas.
Como otro punto importante de los resultados del acuerdo incluyen la creación de instituciones como la Comisión de la Verdad o la Jurisdicción Especial de Paz, pero hasta ahora con un reducidísimo poder de acción.
El Registro Único de Víctimas de Colombia indicó que entre 2016 y 2021 se contaron 864 815 nuevas víctimas del conflicto, o sea, personas víctimas de homicidios, secuestros y desapariciones forzadas.
Hasta enero de este año, solo fue indemnizada el 15,1 % de la población que de algún modo fue víctima del conflicto armado. Según miembros del Congreso Nacional, a ese ritmo los sucesivos gobiernos de Colombia demorarán 57.7 años para desagraviar a todas las víctimas.
A pesar de tales números y pésimas decisiones oficiales, el consejero presidencial para la Estabilización y la Consolidación, Emilio Archila, uno de los principales encargados de poner en marcha el acuerdo, consideró positivo el vigor del pacto, en declaraciones a France 24. No demoraron las voces en desacuerdo de expertos de diferentes tendencias.
Alejo Vargas, profesor e investigador del Departamento de Ciencia Política de la Universidad Nacional, expresó a la prensa que “el trabajo del consejero Archila ha estado muy centrado en un aspecto del acuerdo, pero no en otros, que para (el Gobierno) eran menos políticamente importantes o atractivos (...). En esos no hay ninguna gestión ni implementación por parte del Gobierno”.
Mencionó, entre ellos, los dos primeros puntos del documento “reforma rural integral” y "participación política y apertura democrática para construir la paz", los cuales están casi paralizados en los tres años del régimen de Duque.
El investigador universitario opinó que el dignatario “surge de (la) coalición de fuerzas políticas que se opusieron” al tratado. De hecho, en su reciente intervención ante la 76 sesión de la Asamblea General de Naciones Unidas (ONU), Duque consideró “frágil” el acuerdo de paz.
Son varios los medios especializados que critican al uribismo y su actual zaga de impedir los avances en crear infraestructuras (viviendas, escuelas, centros de salud, redes para proveer agua y electricidad, vías de comunicación, sistemas de riego, etcétera) que ayuden a mejorar las condiciones de vida de la población rural, así como diversificar y comercializar rubros agrícolas que permitan dar la espalda a los cultivos ilícitos.
Otro problema para Duque es el continuo desplazamiento de las poblaciones que huyen del renacimiento de las guerrillas y del hambre.
El Centro Internacional de Monitoreo de Desplazamientos informó que de 2016 hasta diciembre de 2020 en Colombia se contabilizaron 4 millones 900 000 transportados y de ellos, 100 000 huyeron ese último año.
Con esa dura crítica sobre su gestión por la paz, también en varias ciudades colombianas hubo manifestaciones durante los últimos 50 días en demanda del trámite de 10 proyectos legislativos que beneficiarán a la población y están retenidos por los partidos oficialistas.
El Comité Nacional del Paro (CNP), organizador de las protestas, afirmó que Duque vive en la corrupción y la impunidad, y es un político, dijo en un comunicado, que “ni dialoga, ni negocia”.
Ese programa elaborado por el CNP fue presentado al Congreso por las bancadas de oposición, y reiteran las peticiones hechas desde la movilizaciones iniciadas en 2019 y continuadas este año a pesar de la pandemia de la COVID-19, que deja 4 954 376 contagiados y 126 219 fallecidos
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