A pocos días del inicio de los Juegos Olímpicos, desde las atalayas de Río de Janeiro, quienes viven en las favelas (barrios marginales) observan el movimiento de millones de personas en la urbe-balneario más famosa de Brasil, ahora centro de la atención mundial. El aire en los cerros es más limpio, pero la pobreza y la violencia son mayores.
Con razón, pero con ironía, son varias las empresas turísticas que enarbolan como triunfo que solo en la llamada Ciudad Maravillosa del sur brasileño, los pobres miran “por encima del hombro” a los ricos, dada la privilegiada posición geográfica de los llamados favelados, gente pobre que trata de sobrevivir en medio de la violencia policiaca y del narcotráfico interno.
Esas compañías de turismo extranjero destacan los bellísimos paisajes que se observan desde las alturas y la posibilidad de organizar una visita a esos barrios pobres e incluso hospedarse en sus viviendas, ya que dada la celebración del Mundial de Fútbol primero y ahora la Olimpiada, algunas favelas mejoraron sus infraestructura con el arreglo de las laberínticas calles y sus casuchas, fabricadas con cartones, tablas y cualquier tipo de material desperdiciado.
O sea, quieren convertir a la favela en un objeto de curiosidad turística más, en razón del criterio de que forman parte de la cultura carioca, pues fue la gente pobre y negra de esos barrios la que creó la famosa samba y sus escuelas, otro de los símbolos, junto al estadio Maracaná, el Cristo del Corcovado y el Pan de Azúcar, de esa ciudad costera.
La mayoría de los residentes en estas áreas suburbanizadas proceden de las regiones más miserables de la gigantesca nación suramericana. Entre esos cariocas “importados” hay gente honrada y trabajadora, en su gran mayoría, pero pocos alcanzan el éxito laboral, pues poseen bajos niveles de instrucción. Siempre realizan labores menores y mal remuneradas.
Otra parte de los favelados, que cada día bajan de las colinas o morros que circundan la ciudad-balneario, ni estudian ni trabajan, pues forman parte de la legión, en uno u otro escaño, de la red de narcotraficantes y traficantes de armas que en la práctica dominan los pequeños barrios de cartón que algunos tratan de “vender” como parte del paisaje de Río de Janeiro, con 12 millones de habitantes.
El nombre de favela procede de un arbusto del Nordeste. Cuando concluyó la llamada guerra de Canudos, en 1896, los soldados negros que llegaron a Río de Janeiro se asentaron en las laderas. Pero después allí siguieron recalando los socialmente más pobres, incapaces de pagar los altos alquileres. Luego devino asiento de inmigrantes internos sin capacidad de pago. La ciudad se polarizó en ricos y pobres.
Las favelas, en la actualidad, están físicamente integradas en los barrios de clase media y alta, pues sus entradas —casi siempre marcadas por escaleras de cemento o madera—aparecen en cualquier calle. Por ahí suben y bajan los moradores cada día.
A partir de que Brasil fuera nominado para el Mundial de Fútbol en el 2014 y los Olímpicos en el 2016 aparecieron soluciones para los problemas más urgentes y vergonzosos de las favelas, como el asfaltado de algunas calles, en forma de laberintos, agua potable, sanitarios. Junto a los arreglos también llegaron las llamadas Unidades de Pacificación de la violentísima policía militar, que entra a los barrios marginales tirando, y luego averiguando.
De acuerdo con organizaciones humanitarias, al menos 307 personas perdieron la vida en 2015 a manos de la policía y su supuesta pacificación en Río de Janeiro. Es decir, uno de cada cinco homicidios cometidos en la ciudad bajo el amparo de la Ley Antiterrorista federal de febrero de este año, la cual da libertades adicionales a los uniformados contra los derechos humanos de la ciudadanía.
De cómo actúa la policía federal en la favela hay numerosos ejemplos. En abril pasado, un niño de cinco años murió y otros dos resultaron heridos durante una operación militar en Magé, municipio de la Región Metropolitana de Río. El 4 de abril, cinco personas cayeron abatidas en la favela norteña de Acari, a manos de la policía civil y federal. Ese mismo día, un joven perdió la vida en la de Manguinhos de igual manera. Tres días después, al menos dos personas fallecieron baleadas por los uniformados en Jacarezinho. Los días 16 y 17 de ese mes, durante 36 horas de intensos tiroteos entre los uniformados y bandas de traficantes, hubo un saldo de dos muertos y nueve heridos. Una semana más tarde, el conductor de una mototaxi cayó muerto durante una operación militar.
Cada día crecen las favelas y con ellas la desigualdad, el tráfico y la represión. La Rosinha, la más antigua, tiene 150 000 habitantes. Unas son más tranquilas que otras. Otras son famosas por su violencia interna, como las llamadas Jacaré (caimán) y Jacarazinho (caimancito), que luchan entre sí por el control del tráfico de drogas.
“Si estás alerta, no te aventuras a ir por ahí tú solo (especialmente por la noche) y tienes cuidado de adónde enfocas con la cámara, no te pasará nada y podrás disfrutar de las animadas colinas de Río”, indica un sitio web turístico para atraer clientes, en especial hacia Santa Marta, la más pequeña, donde el Rey del Pop, Michael Jackson filmó un video en los años 90 luego de conseguir permiso de los jefes del tráfico, y luego los artistas holandeses Haas & Hahn realizaron un proyecto de arte dando vivos colores a las viviendas.
Idealizar las favelas es una tontería. Ignorarlas un suicidio. Intentar liquidarlas una acción homicida.
Resulta por eso risible que algún publicista trasnochado, y no precisamente en uno de esos barrios, sea tan irresponsable de atraer dinero hacia lugares donde sobrevivir cada día ya es un triunfo.
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