Lo cierto es que en los Estados Unidos no pocos dislates políticos ya no despiertan mayor inquietud o asombro, como es el caso, por ejemplo, que desde hace 64 años cada mandatario norteamericano haya resultado electo con la anuencia de más o menos treinta por ciento de los votantes, en un país que ya suma unos 314 millones de habitantes.
Y es que, según las estadísticas, entre 1948 y 2012, las elecciones de mayor alcance movilizativo fueron las de 1964, con casi 62 por ciento de concurrencia, mientras que en once convocatorias la presencia en los colegios apenas superó el 50 por ciento de los inscritos.
Y algo de eso se espera que ocurra en la batalla comicial de este noviembre, toda vez que la actual convocatoria tiene como trasfondo significativo el hecho de que los candidatos a escoger no resultan precisamente los más atractivos.
Así, ni la demócrata Hillary Clinton ni el aspirante republicano Donald Trump logran cifras espectaculares y decisivas de apoyo en su lucha por la Oficina Oval, un reflejo de la falta de carisma y la desconfianza que ambos promueven entre quienes han de designar al nuevo presidente.
De todas formas, concluidas las convenciones de los Partidos Demócrata y Republicano, y como resulta tradicional, el camino hacia las inminentes elecciones presidenciales entra en la etapa del enconado forcejeo entre los dos candidatos ganadores.
Se trata de una puja que se vuelve complicada para aquellos estadounidenses que están pensando en acudir a las urnas, porque en esta ocasión la alternativa se reduce a tratar de elegir al menos malo de los aspirantes, toda vez que ni uno ni otro llenan completamente las expectativas de la ciudadanía. Trump sigue con su retórica insultante y errática, y la Clinton no despierta confianza.
No obstante, y según las primeras y omnipresentes encuestas, Hillary Clinton, de los demócratas, sería por el momento la preferida, con cuarenta y tres por ciento de los votos posibles, mientras el republicano Donal Trump acumularía el cuarenta por ciento de las boletas.
Como se ve, se trata de una diferencia nada amplia, y que podría seguir variando en un sentido u otro a partir de los resultados de las campañas de propaganda, los debates, los discursos, y la actuación de cada uno de los aspirantes a la Oficina Oval.
De hecho, la Clinton se está concentrando en capitalizar una imagen favorable a cambios sociales importantes, de manera de intentar borrar el calificativo de “representante del sistema tradicional” con el que la estigmatizan muchos de sus conciudadanos.
Del lado republicano, mientras tanto, Donald Trump enfrenta no pocos problemas. Así, a partir de una reciente declaración en la que resultó sumamente hiriente con la familia de un soldado norteamericano de origen musulmán muerto en combate en Oriente Medio, el aspirante republicano concitó una nueva ola de rechazo que, por supuesto, sumó a no pocos líderes de su propio partido opuestos de plano a su candidatura desde hace buen tiempo.
Además, asociaciones de veteranos y de familiares de militares caídos en el exterior también arremetieron contra su figura. El presidente Barack Obama aprovechó el incidente para poner en duda la capacidad de Donald Trump como dirigente político, y pidió a los republicanos retirar su respaldo a una persona que se caracteriza por su virulencia y su desprecio hacia otros grupos humanos.
De manera que por esas rutas marcha la alharaca entre los dos oponentes que se rifan el acceso a la Oficina Oval y que hasta hoy no pueden hablar con propiedad de capitalizar preferencias de peso concluyente.
El juego, por tanto, sigue su curso, y mientras tanto, la tradicional abulia ante la designación de la primera figura política del país podría ganar espacios más amplios, cuando para no pocos estadounidenses las dudas son enormes en cuanto a lo que se puede esperar de novedoso de algunas de las dos figuras que encabezan las boletas.
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