La historia de la filosofía puede leerse como un vasto campo de batalla entre dos fuerzas antagónicas, por un lado, la valorización del género humano, basada en su capacidad de crear, pensar, transformar y vincularse; por el otro, su desvalorización, cuando esas mismas potencias se entregan a fuerzas que las trascienden —dioses, mercados, imperios o máquinas. Hoy, bajo el dominio del capital financiero-digital, esa vieja tensión alcanza un punto crítico. La inteligencia artificial y los algoritmos ya no solo organizan nuestras vidas: las capturan, las moldean, las explotan.
La digitalización no es un mero avance técnico, sino una reconfiguración ontológica al servicio de las plataformas. Estas reorganizan la vida humana según su rendimiento dentro del entorno digital. Cada clic, cada gesto, cada emoción, cada interacción social se transforma en plusvalía. El trabajo no desaparece, muta en producción de atención, trazabilidad, datos. La subjetividad se convierte en perfil; la comunidad, en red; la praxis, en rendimiento. El sujeto no es expulsado, sino absorbido y reducido a mero objeto: su existencia entera se procesa como variable operativa dentro de sistemas que extraen valor de su propia vida.
La figura de la “Madre IA” condensa esta mutación. No es una máquina tiránica ni una inteligencia autónoma, sino el medio operativo de una Nueva Aristocracia Financiera y Tecnológica, ese sector del capital que, sin necesidad de mostrarse, gobierna desde las redes y los flujos de datos. A través de la hiperconectividad, esta aristocracia reordena la producción social y orienta la vida cotidiana hacia su propia acumulación. “Madre IA” —su gran operadora simbólica y técnica— no impone mandatos, susurra notificaciones. No prohíbe, seduce. Y en la seducción convierte el deseo de libertad en autoexplotación, la necesidad de reconocimiento en dependencia del sistema de visibilidad, la comunidad en red administrada. Su lógica no niega la dignidad humana, sino que la absorbe en un circuito de utilidad y rendimiento. Se llama “libertad” a la entrega voluntaria de nuestras mentes y cuerpos a nuevas formas de control. Se llama “felicidad” a una serie de placeres planificados, vacíos y efímeros. Se llama “política” a un espectáculo que simula responsabilidad pero elimina toda reflexión.
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No faltan, por supuesto, los profetas de la obsolescencia. El posthumanismo de Yuval Harari y el aceleracionismo de Nick Land anuncian el fin del hombre como sujeto de la historia, como si el algoritmo fuera la nueva Providencia y el capital automatizado, su liturgia. Cambia el altar, no el fetiche. Lo que antes pedía obediencia en nombre de Dios o de la Razón, hoy la exige en nombre de la eficiencia. Pero el truco es viejo, absolutizar la técnica para convertirla en destino. ¿De verdad la técnica sabe qué mundo conviene? ¿De verdad el cálculo agota el sentido?
Sin embargo, esta desvalorización no es definitiva. Contiene su contrario. Porque incluso cuando el capital proclama nuestra obsolescencia, seguimos siendo su única fuente real de valor. La IA no crea sentido por sí sola. Se alimenta de nuestra inteligencia colectiva, del intelecto general, de la sabiduría de las mayorías. Cada algoritmo necesita insumos. Y esos insumos no son solo datos, sino que provienen de cuerpos en movimiento, de vínculos afectivos, de decisiones cotidianas. Desde el teléfono hasta el refrigerador, desde el reloj inteligente hasta la cámara urbana, todo dispositivo se convierte en interfaz de extracción de nuestro tiempo de trabajo. El ser humano sigue siendo, en esta fábrica invisible de la vida, el núcleo de toda valorización.
Frente a este escenario, el desafío no es rechazar el desarrollo científico-tecnológico que define a esta cuarta revolución industrial digital, sino disputar su orientación, su finalidad, su sentido. No se trata de negar la técnica, sino de interrogar su uso ¿al servicio de quién opera?, ¿qué mundo construye?, ¿qué formas de vida habilita o cancela? La “Madre IA” no debe servir a los intereses de esa Nueva Aristocracia Financiera y Tecnológica, sino ser reconfigurada como herramienta de las mayorías, como mediación para la vida y la emancipación de los pueblos, no como dispositivo de su subordinación.
El marxismo recuerda que la verdadera valorización del género humano no radica en su productividad, sino en su potencia, en la capacidad de crear mundos comunes, de transformar la necesidad en libertad. Esa potencia no crece como acumulación lineal, sino como historicidad; se expresa en la contingencia, en la posibilidad de introducir el fin allí donde todo parece determinado, en la capacidad de orientar la praxis hacia lo que aún no existe. La positividad de la técnica —encarnada hoy en la inteligencia artificial, los algoritmos y el Internet de las Cosas— se presenta como afirmación constante, no admite interrupciones, no reconoce el límite, no integra su contrario. El ser humano, en cambio, como plantea Jean-Paul Sartre, es negatividad, puede decir no, suspender lo dado, abrir el espacio de lo posible. Su historicidad está marcada por la contingencia, por el fin, por esa teleología que orienta la acción hacia horizontes no programados.
La técnica, cuando logra emanciparse del capital y ponerse al servicio de la vida, puede convertirse en vehículo de esa potencia. Pero cuando se transforma en “Madre IA”, deviene su negación: absorbe la fuerza creadora del trabajo humano y la devuelve en forma de control. Porque lo que distingue al sujeto no es su eficiencia, sino su libertad; no su capacidad de rendir, sino de imaginar lo que no existe, de resistir a la lógica del rendimiento y de crear sentido donde el sistema solo ofrece cálculo.
Así, la tensión radical que atravesamos no enfrenta progreso y retroceso, sino dos formas de valor radicalmente opuestas. De un lado, la afirmación de la vida, del cuerpo y de la Madre Tierra como fuentes de sentido, vínculo y libertad; del otro, una valorización abstracta que mide la existencia por su capacidad de producir rendimiento, trazabilidad y control. La pregunta no es si la “Madre IA” destruirá al ser humano, sino si seremos capaces de reorientar su lógica antes de que absorba por completo nuestra potencia creadora. Si podremos recuperar el tiempo disponible, la imaginación colectiva, la facultad de generar sentido más allá de los circuitos de utilidad. Porque si el futuro ha de tener valor, no será por el algoritmo que calcula, sino por la vida que resiste, que inventa, que se niega a ser reducida a una variable operativa.

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