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lunes, 3 de noviembre de 2025

El Santo

Aquella tarde en la sacristía de la Iglesia del Buenviaje, el joven de traje de dandi, flor en el chaleco, bastón de marfil y oro, perdió su nombre original para ser conocido como el Santo...

Mauricio Escuela Orozco en Exclusivo 01/11/2025
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Remedios
Remedios

Nadie pudo saber con detalle qué sucedió aquella tarde en la sacristía de la Iglesia del Buenviaje, solo que Juan Diego Beltrán perdió su nombre. A partir de entonces se le conocería como El Santo. Había entrado sobre la una, cuando el sol marcaba a fuego las calles de tierra de la villa y ni siquiera los chivos se atrevían a salir para comerse el último remanente de yerba de los canteros de la plaza. El padre Ignacio Jiménez de Loyola, un sacerdote cuya rigidez era famosa en toda la comarca cuando se trataba de asuntos morales y costumbres, recibió al hombre de 23 años, quien iba como siempre con su traje de dandi, la flor en el chaleco, el bastón de marfil y oro, el andar pausado sin mucho alarde. Sin embargo, el joven no esbozaba la misma sonrisa, ni siquiera ese gesto entre cínico y descarado que se había hecho tan conocido en todo Remedios y que le diera esa reputación de libertino y persona capaz de cualquier escándalo. Un ligero arrepentimiento podía notarse, al igual que cierta vacilación en los pasos, ya no tan arrogantes, ya no tan propios de alguien que creyó tener el mundo a sus pies.

 

Juan Diego llevaba meses pretendiendo a Ana María Rojas, una señorita de esas de alcurnia, de las que no bailan con cualquiera en las veladas y anotan los nombres de cada pretendiente en una lista que luego evalúa la familia de la muchacha en cuanto a moral, fortuna, posición. Y del joven se decía lo peor, de hecho, se evitaba dar detalles, ya que hasta causaba vergüenza referir con lujos y señas aquel pasado oprobioso de orgías, prostíbulos, borracheras. De Caibarién fue expulsado, cuando faltó a la moral pública durante un baile en la Colonia Española. Se dice que, pasadas las doce de la noche, apareció junto a dos mujeres y allí mismo las besó a la vez causando un escándalo. Luego de eso, la Iglesia Católica lo había marcado como alguien que no podía pisar jamás un templo, ni mucho menos tomar los sacramentos. Para un ser de aquel siglo eso equivalía casi a la muerte. Ninguna mujer de posición se iba a casar con un hombre declarado anatema ante la sociedad.

 

Nacido en el seno de una familia de comerciantes portugueses, Juan Diego estaba adaptado desde su casa a que los valores rancios fuesen cuestionados. Lo importante era la prosperidad y disponer de un negocio. La moral, si bien era útil para encajar socialmente, pasaba a un plano posterior. Aun así, los padres del muchacho lo educaron en el catolicismo y le pagaron una carrera. Se dice que fue durante su estancia en Europa, donde estudió Derecho, cuando se corrompió. Allá, en París y junto a los demás compañeros de aula, eran comunes los escándalos, las bebederas, incluso la experimentación con opio. 

 

Ana María no conocía del todo el pasado de Beltrán, entre ambos surgió cierta complicidad. En uno de los bailes en la Tertulia ella le concedió una pieza y pasaron por delante de las demás personas pertenecientes a familias de alcurnia, quienes se horrorizaron. Varias damas se retiraron indignadas del lugar y al día siguiente esa era la noticia en los salones de chismes de la villa. La familia de los Rojas le prohibió a la muchacha volver a mirar a Juan Diego. De hecho, pusieron una chaperona a tiempo completo en la habitación de ella, así como un negro esclavo enorme en la puerta de la casa armado con un machete por si el libertino se atrevía a acercarse.

 

El joven se había enamorado por primera vez en su vida. Nunca conoció una belleza como la de esa muchacha, con sus cabellos rubios y largos, los ojos verdes y grandes y la sonrisa más sensual que se haya concebido. Ni en París vio algo así. Sus emociones estaban a los pies de Ana María y no paraba de escribirle cartas y poemas, los cuales guardaba para dárselos cuando la volviera a ver. Pero él sabía que producto de su mala fama, la familia Rojas nunca lo aceptaría. El arrepentimiento tocó a su mente y un dolor quemante lo fatigaba. Quiso borrar todo lo que había hecho y ser un hombre de una moral intachable, comulgar en la Iglesia, casarse, constituir un hogar. Por eso había convencido al padre Jiménez de darle la absolución.

 

Aquella tarde, ambos hombres entraron a la sacristía. Al inicio hubo calma, se oyeron algunos rezos y luego la voz apenas perceptible de Beltrán, quien confesaba cada pecado. Un momento de silencio fue sucedido por gritos de terror del sacerdote. El escándalo subió de tono y se pudo oír cómo todo se salió de control. Parado en la puerta del templo, con un hisopo en la mano y la Biblia en la otra, el padre Jiménez expulsó al joven de forma definitiva y emitió una excomunión eterna por los pecados que consideraba imperdonables. Ni Dios podrá jamás tener misericordia de un alma tan miserable como la tuya, dijo el ministro religioso con el rostro enrojecido, lleno de sudor y los ojos agrandados y con miedo.

 

Beltrán, hecho un manojo de lágrimas, caminaba lentamente, deteniéndose para emitir sollozos sinceros y desgarradores. Iba lleno de un arrepentimiento tan hondo como sus deseos de casarse con Ana María. Al pasar por delante de la casa de los Rojas notó que estaba vacía y que había un soldado en la entrada. Resulta que, para apartar a la muchacha de su mal pretendiente, toda la parentela se mudó hacia otra villa y dejó la propiedad en manos del Ayuntamiento hasta que fuera vendida y el dinero se les enviara por correo.

 

Viendo sus anhelos destrozados, el joven decidió cambiar para siempre. Se metió en su casa y desde ese día no salió, luego llevó a cabo lo que él mismo llamó un proceso de purificación. Primero dejó de comer —apenas un huevo al día fue su dieta desde entonces—, lo segundo fue el silencio. Juan Diego Beltrán no dijo más nunca una palabra. Si deseaba pedir algo, lo hacía con las manos, aunque con el tiempo también se fue quedando rígido y cadavérico y sus movimientos se hacían imperceptibles.

 

En el pueblo se extrañaron de no verlo. Los bailes se sucedían y las personas hasta desearon en secreto que retornara ese desvergonzado que era el horror de la villa y la comidilla de los chismes. Las señoras de sociedad se quedaban sin contenido sobre el cual emitir sus juicios venenosos. Remedios era más aburrido si no estaba ese demonio a la mano para poderlo destripar bien y a partir de allí sentirse moralmente superiores. Con el paso de los años, el encierro de Beltrán pasó a hacerse notorio. Si antes se hablaba de sus pecados, ahora comentaban que se había transformado en un Santo y que a su alrededor pasaban cosas extrañas. Un vaso de agua colocado en sus manos comenzaba a hervir hasta volverse vapor. Una herida infestada era capaz de curarse y desaparecer con rapidez. Un dolor, en cualquier parte del cuerpo, se iba aliviando cuando se entraba en la habitación del otrora libertino.

 

Ya es notorio que en las pequeñas villas cualquier suceso crece en la imaginación, desborda lo verosímil, asume ribetes grotescos y llenos de detalles fantasiosos. En la historia del Santo había de todo. El anhelo de la gente por tener de qué hablar hacía que la leyenda fuese engordando y que sobrepasara las fronteras de la comarca. Desde Mayajigua y Calabazar vinieron personas interesadas en curarse de herpes, sarna, lepra, tumores, yagas en el cuerpo y en la boca, ceguera, sífilis. Varias familias de Vueltas y El Purio —que estaban entrecruzadas entre sí— padecían malformaciones genéticas y refirieron que solo con visitar al Santo se sintieron aliviadas de los dolores en las gibas y las jorobas con las cuales cargaban como una maldición generacional. Aquello hizo que el Santo creciera en prestigio y que, en cambio, se borrase de la memoria el nombre de Juan Diego Beltrán con sus pecados. Era un curador, un santificador, el remedio sacro colocado por la providencia en esa villa con el fin de aliviar los males.

 

El Santo había adelgazado tanto que era apenas un espinazo con todos los huesos visibles. Ninguna ropa le quedaba bien. Usaría el resto de su vida una bata de color crema, sentado con una actitud penitente en una silla de caoba que los esclavos de la casa llevaban de un lado a otro. Para hacer sus necesidades se le abrió un hueco a la madera y se puso un orinal debajo. Dos veces al día, echaban los desechos del hombre a las alcantarillas y los vecinos velaban esos momentos para tomar las heces y usarlas ya que se decía de sus propiedades curativas contra enfermedades de la piel. En la noche, en ciertos hogares piadosos y católicos, se elevaba una oración en honor al Santo de Remedios en señal de gratitud a Dios por enviarles esa maravilla. El olor a pureza, mezclado con un tufo a polvo y momificación, fue invadiendo la casa donde yacía la reliquia viviente. El vecindario comentó entonces que se trataba del aroma de los ángeles y que solo con inhalarlo se limpiaban los pulmones.

 

A veces, en las celebraciones de San Juan, llevaban al Santo en una parihuela hasta la plaza para colocarlo a plena luz del sol. Entonces las personas se tendían delante y de rodillas para pedirle y adorarlo. Los curas católicos criticaron esa idolatría, pero no lograban desarraigarla del espíritu de la gente. Resultaba curioso cómo, además, la figura tiesa, casi una momia, era capaz de resistir experiencias dolorosas sin emitir ni un solo quejido. Le clavaban agujas en la carne, le pegaron hierros calientes, incluso comenzaron a picarle pequeños trozos de piel, pero el Santo permanecía inmutable. Solo parpadeaba con lentitud, sin mover la vista del horizonte. Quienes lograban hacerse con fragmentos de sus cabellos, sus uñas o diminutos pedazos de aquel pellejo duro, guardaban tales reliquias en tazones de porcelana que colocaron en lo más alto de las viviendas. Eso evitaría —según decían— que el techo se cayera con los temporales.

 

Aquella superstición subsistió durante mucho tiempo. Con la guerra llegó un periodo en el cual todos los campesinos de la zona fueron concentrados en la villa. Unas empalizadas con alambres se pusieron alrededor de Remedios. Los soldados españoles patrullaban la salida y la entrada. Hubo hambre, desesperación, falta de medicinas y se desató una epidemia extraña que primero te iba dejando sin movimiento, luego sin voz y, por último, causaba la muerte. Sin un diagnóstico exacto y con la precariedad del momento, los vecinos vieron en el Santo la única salvación.

 

Entre aquella masa de personas que llegó con la reconcentración se hallaba la familia Rojas venida a menos producto de la crisis económica y la tea incendiaria de los insurrectos, que quemaron gran parte de los ingenios azucareros y los cañaverales. Ana María era ya una anciana entrada en carnes con el cabello blanco, los ojos cenizos, los labios sin vida. Su nieto de seis años estaba entre los niños afectados por la epidemia ya que desde hacía una semana sus pies dejaron de funcionar, la piel se le agrietaba y apenas decía palabra alguna. Nada parecía detener la muerte. Por ello, la mujer se decidió por el Santo. Nadie le había explicado quién era ese señor, pues con los años se borró el nombre de Beltrán, así como su pasado. Así que ella no tenía idea de ante quién estaba cuando se adentró en aquella habitación llena de cirios encendidos, con olores a momificación y sábanas limpias.

 

Cuando el pequeño fue puesto a los pies del Santo, las miradas entre Ana María y Juan Diego se volvieron a cruzar. Por primera vez, los ojos de la momia, pesados, amarillentos, mostraban un brillo. Ella no lo reconoció a él, pero, antes de entrar, la mujer tuvo que dar su nombre: Ana María Rojas Cáceres. Consciente de que se hallaba ante la que tanto había amado, el Santo apenas hizo un movimiento imperceptible. La debilidad de sus músculos y la mudez de su garganta se impusieron. Estaba preso dentro de la coraza de carne vieja y endurecida, en la piel corroída y fuerte, en aquella silla de caoba con manchas de heces y de orina que lo mantenía rígido. Al finalizar la sesión curativa, la mujer se llevó al niño en los brazos. No se supo más de ella, ni si finalmente la criatura se salvó de la muerte. La llegada de las tropas insurrectas causó un caos en la villa y muchas familias reconcentradas huyeron. Los Rojas lograron pagar un pasaje en un vapor con rumbo a Yucatán y allá se establecieron. Entretanto, la epidemia fue cediendo y los vecinos se ocuparon de otras cuestiones cotidianas y alejadas de lo espiritual.

 

Luego de la consulta con Ana María, la momia se fue tornando más rígida. La piel perdió su última humedad y adquirió una dureza de caparazón. A aquella figura se le cayeron los cabellos y parecía un palo inmóvil en medio de aquel santuario. Otras pruebas de su pureza se le realizaron. Con un cuchillo sin filo, le cortaban trozos de los dedos que se desprendían como si estuvieran hechos tostones en manteca. Cuando movían la pieza de un lado a otro encima de la silla, crujía y traqueaba cual madera. 

 

Un rumor al inicio modesto, pero que luego tomó fuerza, comenzó a cuestionar la santidad de ese fenómeno. Predicadores protestantes llegados desde el norte hablaron de que esa herejía era impensable y que en realidad se estaba adorando a un muerto. A esas alturas no se sabía bien si el Santo estaba de este o del otro lado. Los médicos colocaban sus aparatos para auscultarlo y decían sentir un leve latido en el pecho. Sin embargo, ni los ojos, ni la piel mostraban señales de circulación sanguínea. Las personas, ya fuera porque se convirtieron a la nueva fe cristiana o por convicción de que se trataba de una momia y no un ser vivo, fueron ganando en consenso y poco a poco llegó la determinación de darle sepultura. Para ello, según las normas modernas, había que firmar el acta de defunción y colocar los detalles médicos de la enfermedad que causó la muerte, pero ninguno de los galenos de Remedios fue capaz de hacerlo. Ya fuera por miedo, respeto o superstición; la figura estuvo insepulta otra cantidad de años.

 

Al cabo, llegaron los ocupantes norteamericanos, quienes estaban llevando adelante una campaña de saneamiento contra las enfermedades en el país. Según dejaron bien claro, había que sepultar a la momia o cremarla. Por ello, los vecinos comenzaron a idear la forma de recabar los datos del Santo. Décadas de sacralización no solo habían borrado los pecados, sino incluso el nombre original. Nadie lo recordaba. Entonces alguien mencionó a Agustina, una señora que sobrepasaba el siglo de edad y cuya lucidez se mantenía intacta ya que en su memoria había toda serie de detalles sobre cómo era la villa de antaño desde los miembros de las familias hasta temas íntimos.

 

Trajeron a la mujer en un sillón de ruedas. Ya estaba casi ciega y debía auxiliarse de unos lentes que sostenía con su mano derecha. Sin embargo, no paraba de hablar constantemente sobre el pasado de Remedios. En su discurso estaban los orígenes de las ermitas con sus frailes, los casamientos, las defunciones, los escándalos, las fiestas de sociedad y los toques de tambor de los solares. Era una enciclopedia. Al llegar a los pies de la momia se quedó en silencio, tomó sus lentes, miró con detenimiento. Entonces, tras un suspiro profundo, dijo ay caramba, Juan Diego Beltrán, libertino y pecador, descansa en paz que ya pagaste tu deuda con este mundo. Las otras dos personas presentes contaron que de inmediato la momia tembló, la piel se fue cuarteando y en cuestiones de segundos se volvió polvo. La cabeza del Santo, una especie de pelota de trapo, cayó al suelo con un ruido hueco y frágil. Todo el cuerpo se deshizo en una mezcla de telas tostadas, suciedad, hollín y pequeños trozos crujientes de huesos.

 

En el registro de defunciones fue puesto el nombre correspondiente y le dieron la notificación al gobierno ocupante. Sin embargo, el apartado que concernía a la fecha de la muerte aparecía en blanco, ya que nadie en ese pueblo pudo determinar en qué momento el Santo pasó de este al otro mundo.   

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Mauricio Escuela Orozco

Periodista de profesión, escritor por instinto, defensor de la cultura por vocación


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