Por primera vez desde la dictadura, más de dos décadas atrás, Brasil tiene un gobierno que es considerado de manera generalizada como ilegítimo, no solamente por la ciudadanía brasileña sino en gran parte del mundo. Su imagen está mancillada y se deteriora aún más cada semana, con escándalos crecientes que implican a las esferas más altas del gobierno. En junio renunció el tercer ministro del gobierno interino, acusado de corrupción. Inoportunamente se trata del ministro de Turismo, en momentos en que el gobierno enfrentaba llamados de expertos internacionales en salud pública que reclamaban que las Olimpiadas se pospusieran o se movieran debido al virus del Zika.
A eso se suma el presidente interino Michel Temer, quien tuvo la sagacidad política “unificadora” de designar un gabinete compuesto en su totalidad por hombres blancos ricos (en un país donde la mitad de la población es afrodescendiente o racialmente mezclada). Quince de sus 23 ministros supuestamente son objeto de investigaciones judiciales, y el mes pasado él mismo fue implicado en un escándalo de corrupción. A él ya antes se le había impedido -por un período de ocho años- presentarse como candidato en elecciones por haber violado la ley de financiamiento de campañas electorales. Esta es la gente que está tratando de deponer a la presidenta electa Dilma Rousseff, no por cargos de corrupción sino por utilizar un mecanismo de contabilidad que también fue usado por otros gobiernos anteriores.
Es cierto que todos los principales partidos políticos brasileños han incurrido en actos de corrupción. Pero la presidenta Dilma Rousseff es la primera mandataria en la historia del Brasil que dotó a los fiscales de esa autoridad para perseguir a los funcionarios corruptos, y que caiga quien caiga. Ahora queda claro que el objetivo principal de las fuerzas de la oposición que quiere destituirla es impedir que la justicia investigue y procese a los miembros de la oposición y sus aliados.
Brasil además detenta ahora la infame distinción de ser el país con mayor número de activistas ambientales asesinados. Es poco probable que el nuevo gabinete de derechas, estrechamente asociado a los intereses del agronegocio, vaya a hacer mucho para impedir esos asesinatos.
Irónicamente, el propósito declarado de este gobierno era restaurar la “confianza”, en primer lugar de los inversionistas y particularmente de los inversionistas extranjeros. Pero lo que ha ocurrido es lo contrario: la recesión se sigue profundizado, el gobierno está cada vez más enredado en escándalos de corrupción y su reputación internacional va en caída libre. El consejo editorial del New York Times, que no se conoce por ser partidario de ningún gobierno de izquierdas latinoamericano, ha titulado así dos de sus editoriales de las últimas semanas: “Medalla de oro en corrupción para Brasil” y “Crisis política del Brasil se agrava”.
Brasil fue considerada internacionalmente una estrella en ascenso durante la mayor parte de los sucesivos gobiernos del Partido de los Trabajadores, entre otras cosas por sus logros a nivel nacional, tras haber reducido la pobreza a más de la mitad y triplicado en una década el crecimiento del PIB por habitante, hasta que cayó en recesión en 2014. Es cierto que Dilma cometió el error de aceptar el dogma obsoleto –todavía muy popular en los reportajes actuales sobre Brasil– de que la austeridad fiscal, los recortes a la inversión pública y el aumento de las tasas de interés podrían de alguna manera concitar la confianza de los inversionistas, y que eso compensaría con creces los impactos negativos de la austeridad en la economía del país.
Pero el gobierno interino le ha apostado todo a la austeridad, y ha generado toda la confianza inversionista que merece una gran y rolliza república bananera. Si el Senado sigue adelante y vota a favor de la destitución de la presidenta electa, eso podría precipitar al país a un largo período de deterioro económico, comparable a las décadas perdidas de 1980 y 1990.
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