No debe ser fácil para algunos que gustan de rememorar las muchas veces malas “glorias pasadas” del Viejo Continente, el tener que tragarse sin agua la grajea de una alianza marcadamente asimétrica con los Estados Unidos de América.
Se trata de antiguas potencias históricamente acostumbradas a “descubrir y ocupar” espacios ajenos a nombre de la presunta gloria de sus monarcas como si en tales patios no viviese nadie, a pesar de la existencia en América de millones de indígenas y de cifras muy superiores de autóctonos en Asia, África u Oceanía a la llegada de los “civilizados” europeos.
Seres y territorios empujados a menos durante siglos, y que aún siguen siendo espacios y miríadas humanas donde las modernizadas viejas disputas siguen a la orden del día, con el inconveniente para los añejos conquistadores de que ahora van de cola de un hegemonismo con factura en un roñoso predio de ultramar.
Así, una Europa escenario de las dos más grandes rapiñas bélicas protagonizadas por nuestra especie, terminó de deudora del “hijo pródigo” norteamericano, que desde entonces regentea los rumbos por los cuales deben o no conducirse sus aliados occidentales venidos a cosa de poca monta.
En consecuencia, los europeos, a pesar de no pocas advertencias, peticiones y demandas de determinadas figuras políticas de excepción en torno a semejante enlace nada favorable, fueron puro proyecto de “carne de cañón” de Washington en los días de la Guerra Fría y los riesgos de un conflicto nuclear con la desaparecida Unión Soviética; han sido partícipes de segunda categoría en todas las aventuras expansionistas gringas de los últimos años en Asia Central y Oriente Medio a cuenta de un pretendido combate global antiterrorista; y siguen acatando la manipulación del socio mayor en su hostilidad contra Rusia y China, incluso por encima de todo interés nacional o regional.
En consecuencia, aparentemente de nada o muy poco ha valido la penosa experiencia de haber lidiado con un presidente gringo de la hechura de Donald Trump, que tildó abiertamente de oportunista a sus socios por “aprovecharse de la protección militar norteamericana”, que les exigió elevar sus gastos bélicos, y que denostó abiertamente de la sacrosanta Organización del Tratado del Atlántico Norte.
Tampoco parecerían prosperar demasiado las reticencias de algunos líderes del Viejo Continente con relación al desastre gringo en Afganistán, del cual Washington se desentendió unilateralmente y sin la menor consulta de naciones europeas con tropas “coaligadas” presentes en aquel país ocupado durante veinte años, a pesar de que Joe Biden intentase con temprano oportunismo remendar con palabras menos ocres los rotos que su burdo antecesor encajó en tan asimétrico matrimonio.
De hecho, y según relatan despachos de prensa, ante la “sorpresa afgana” el alto representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, Josep Borrell, instó a los países del bloque a crear su propia fuerza militar de reacción rápida, habida cuenta de que el Viejo Continente debe actuar con mecanismos autóctonos y menos dependencia de los Estados Unidos ante los dislates internacionales.
Una exhortación nada infantil que, sin embargo, originó la reacción opuesta del señor Jens Stoltenberg, secretario general de la OTAN, sin dudas —dicen algunos— muy preocupado por su cargo y sus vínculos con todo lo que venga de Washington, quien de inmediato reprochó que “nunca la OTAN podrá ser reemplazada.
“Tenemos que asegurarnos de que Europa y América del Norte permanezcan unidas”, precisó el funcionario otanista, e insistió en que cualquier intento de debilitar ese vínculo “no solo dañará a la OTAN, sino que dividirá a Europa”.
En fin, pareceres, parecidos y paradojas en voluntades que no acaban de soldarse ni mucho menos de cambiar de rumbo para uno mejor propio y global.
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