Cada guerra lleva en sí muchas guerras superpuestas. No todos parecen entender que tras el cese de las hostilidades nunca hay un vencedor. Por blanca que sea la bandera que se ice al final de los ataques, siempre habrá perdido la naturaleza y, con ella, todos los terrícolas sufriremos las consecuencias de la peor decisión de nuestra especie: matar.
El conflicto en Siria —nada civil, porque mueve medios, fuerzas y energías de ese país y de varias potencias regionales y mundiales— no ha rebasado sus fronteras solo por la marea de refugiados que ha huido de allí, sino por herir de manera significativa la alta sensibilidad del medio ambiente.
Las cicatrices que el filo humano causa a la naturaleza son cada vez más visibles porque de año en año la industria de las armas, que roba y emplea a brillantes cerebros de múltiples naciones, dispone de tecnologías más letales.
Lo ha dicho la organización independiente holandesa PAX en su informe sobre esa contienda: «En circunstancias de paz, existe un fuerte régimen ambiental que regula nuestra sociedad e impide que nos expongamos a materiales peligrosos. Sin embargo, en tiempos de guerra, estos sistemas colapsan o esas normas se tiran por la borda ya que no tienen utilidad militar».
La concretísima realidad del terreno impacta más que el informe. Hasta el cierre de 2014, un tercio de las viviendas sirias habían sido destruidas y sus escombros, junto a los de grandes fábricas e inmuebles disímiles, emanaron sustancias altamente nocivas que causan, a mediano y largo plazos, daños igual de severos que el del mayor proyectil.
Ya los escombros de las Torres Gemelas —derribadas en 2001 por el mismo odio que suele destapar conflictos bélicos en países subdesarrollados— enfermaron de cáncer a unas 1 100 personas que trabajaban o vivían en la zona. Como los casi tres mil héroes o mártires desconocidos que generó la tragedia, estos otros murieron o viven a diario la intensidad del dolor.
Siria es un desastre antinatural. Los bombardeos colapsaron los sistemas de tratamiento de residuales y la acumulación de basura introduce directamente el veneno en los pulmones y la piel de millones que no pidieron pelear.
Es larga la torpeza humana. Su vecino Irak, cuyas venas nacionales fueron envenenadas con uranio empobrecido durante la llamada Guerra del Golfo — ¿acaso los golfos declaran guerras?— es, por obra y desgracia humana, una de las naciones con mayor contaminación en el planeta. Los genes del horror asoman su rostro a diario en las salas de parto del país.
Dicen los informes que antes de esa conflagración el cáncer afectaba a 40 de cada 100 000 iraquíes y que ya en el 2005 el cáncer «bombardeaba» a 1 600 de cada 100 000 personas.
Aunque tales daños a la naturaleza son tan viejos como las guerras —y estas tienen la misma data que el despojo y la ambición expansionista— los bombardeos estadounidenses a las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, el 6 y el 9 de agosto de 1945, respectivamente, marcaron un hito en la agresión al entorno; porque, como los terremotos, hay acciones humanas que una vez ejecutadas causan réplicas interminables.
Las bombas de uranio y de plutonio que Harry Truman ordenó lanzar en esas urbes niponas pusieron letras rojas en el historial de ataque de la especie más inteligente al medio que la sostiene. Un proceder nada inteligente, a todas luces.
El itinerario de ataque a nuestra primera madre, la naturaleza, incluye episodios en Vietnam, donde un herbicida llamado «agente naranja» provocó al mundo —dadas la muerte y la desolación que dejó en su caída— una repulsión a ese color solo reeditada más tarde, en el uniforme de los reos del terrorismo real o supuesto que Estados Unidos maltrata sin legalidad en una esquina que usurpa en Guantánamo.
En países de África y Medio Oriente no es lícito hablar de provechosas «primaveras» bajo las cuales florecería una mejor democracia desembarcada de lejos: la desestabilización impuesta no ha dejado otra huella que petróleo derramado a la atmósfera y a la tierra, el desierto compactado por equipamiento militar y la vegetación asolada, mares que ahora nos niegan peces contaminados y temperaturas más altas de lo normal. ¿Primavera…?
Los señores de la guerra, que a menudo conducen países del llamado Primer Mundo, parecen no comprender que en cada ataque que ordenan se condenan a sí mismos. Porque destruir el hábitat, desequilibrar ecosistemas, provocar emanaciones nocivas, envenenar el suelo con armas químicas y biológicas y destapar olas de refugiados que se verán obligados a asolar, deforestar y cazar cualquier especie para subsistir, será siempre la estrategia del vencido.
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