Como es conocido, uno de los “inadmisibles pecados” que Washington y sus aliados asignan a Rusia para justificar sanciones y hostilidad es la presunta anexión de la península de Crimea, de cara al estratégico Mar Negro.
Así, en marzo de 2014, tras el golpe derechista y prooccidental en Kiev y los desbordes extremistas contra la población de origen ruso en Ucrania, 97 por ciento de los habitantes de esa hasta entonces República Autónoma decidió en referendo público su reincorporación a Rusia, en un paso soberano que escandalizó a la maquinaria hegemonista de poder y su amplia red mediática.
Desde entonces se habla de despojo a Ucrania, de robo de su territorio y de violación de todas las leyes internacionales, en el afán de desprestigiar a Moscú, alentar políticas y medidas hostiles en su contra, y poner trabas a futuras negociaciones tendientes a cualquier tipo de entendimiento.
Con toda intención se ocultó entonces, y se insiste en hacerlo todavía, el hecho de que Crimea era desde tiempos inmemoriales parte del imperio ruso y punto de partida de la conversión a la fe cristiana ortodoxa en el gigante euroasiático.
Se esconde además que no fue hasta 1954 que el entonces líder soviético, Nikita Krushev, de madre ucraniana y por largos años dirigente en aquella región, decidió colocar a Crimea bajo la administración de Kiev, en el contexto de una Unión Soviética multinacional, pero integrada como un solo espacio geográfico, político y legal.
Un esquema que dejó de existir con la desintegración del primer Estado de obreros y campesinos de la historia en 1991, y que puso en tela de juicio no pocas decisiones previas a ese tormentoso desatino.
En consecuencia, y con la injerencia de los poderes foráneos que hoy se esfuerzan por demonizar al Kremlin, se gestaron los convulsos sucesos del 22 de febrero del 2014 en Ucrania y con ellos la agresiva hostilidad contra las poblaciones de origen ruso de las repúblicas autónomas de Crimea y las del Donbás. Ante esa disyuntiva, Moscú acogió entonces, sin dilación, la voluntad de la primera de reintegrarse a sus raíces.
En pocas palabras, un proceso que en nada violenta los antecedentes históricos, y que responde legal e institucionalmente a la voluntad mayoritaria de un numeroso conglomerado humano.
Episodio y métodos muy distantes, por ejemplo, a los usados por los Estados Unidos para robar Texas a México y sumarlo a su territorio mediante la “rebelión” de los miles de colonos gringos infiltrados en aquel patio ajeno para constituirlo en “espacio independiente” y “solicitar” su acogida en la constelación norteamericana,
O la conversión de Puerto Rico en un “Estado libre asociado” de la Unión, tras ocuparlo militarmente como botín de la guerra contra el raído imperio español a fines del siglo diecinueve.
O la toma de control de Hawái y la destitución de su reina nativa por los “rebeldes” latifundistas y negociantes norteamericanos que poco a poco se asentaron en aquel archipiélago hasta concentrar el poder económico, y terminar por convertir esas islas del Pacífico en formal extensión de los Estados Unidos y puente permanente para su injerencia en Asia hasta nuestros días.
De hecho, Texas era parte oficial de una nación soberana, la población de Puerto Rico se enfrentaba al colonialismo ibérico por su independencia, y Hawái contaba con un gobierno propio aceptado y acatado por su población autóctona.
Entonces, ¿qué “lecciones éticas o políticas” se pretenden al enarbolar y alborotar en el caso de Crimea?
En todo caso la norma oficial de USA y sus más íntimos aliados no pasa de la oportunista y desequilibrada formulación de “haz lo que digo y no lo que hago y seguiré haciendo”.
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