Finalmente, en medio de tirantez, reservas y más de un desliz nada diplomático de factura Made in USA, el presidente ruso, Vladímir Putin, y su par norteamericano, Joe Biden, dialogarán frente a frente el cercano 16 de junio.
Así lo anunciaron Moscú y Washington casi en simultáneo, y precisaron que la cita tendrá lugar en la ciudad suiza de Ginebra.
Se trata, sin dudas, de un importante acontecimiento político cuyo verdadero realce y trascendencia, sin embargo, tendrá más que ver con el espíritu, la ética y la responsabilidad con los que cada cual asuma este encuentro, que con el hecho meramente físico de verse las caras y dar rienda suelta a la retórica.
Y es que se trata de las dos tradicionales y grandes potencias atómicas que fueron antagónicas hasta la desaparición de la Unión Soviética, y que, “defraudada” la esperanza estadounidense de quebrar definitivamente la cerviz del vencido, han vuelto a transitar rutas divergentes.
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Valga aclarar que en ese sentido la responsabilidad no es precisamente de Rusia que, en todo caso, luego de la desastrosa experiencia vivida en los días del díscolo Boris Yeltsin, ha restaurado su total personería nacional, su fidelidad a la historia patria, y su posición como un gigante territorial, demográfico, económico y militar con capacidad e intereses propios, amén de defensor de una política externa ajena a admitir o reconocer pretendidos poderes absolutistas y hegemónicos ajenos.
Poderes autocráticos de orden global que, precisamente, han constituido y constituyen la meta suprema de cuanta administración ha pasado por la Oficina Oval en la controvertida historia de los Estados Unidos, y que Joe Biden y su equipo hoy representan.
De ahí que, si bien alegra el ya oficialmente programado encuentro entre los presidentes ruso y norteamericano, sea lógico y natural que se impongan muchas dudas sobre los resultados del diálogo si, de alguna manera, la Casa Blanca no obvia su desapego por la racionalidad, la objetividad y el respeto al derecho ajeno, para limitarse a pretender “sacar lascas” en su provecho y en el de las unilaterales políticas y acciones que hasta ahora ha puesto sobre la mesa.
La agenda, ha dicho la prensa, podría ser muy amplia, porque grandes son también las diferencias mutuas, e incluirían temas como el equilibrio militar nuclear, mayor intercambio como garantía de estabilidad y previsibilidad en las relaciones bilaterales, y examen de los acuerdos mutuos de los que Washington se retiró por su cuenta bajo la administración Trump.
Además, estarían presentes otros peliagudos asuntos mundiales como la lucha contra la pandemia de la COVID-19, la vuelta norteamericana al acuerdo nuclear con Irán (también abandonado por USA de manera unilateral), la tirantez y las arbitrarias políticas de sanciones gringas contra el Kremlin relacionadas con los temas Ucrania y Crimea, la guerra en Siria y la crisis mesoriental… en fin, mucha tela por donde cortar, por lo que se requerirá de una muy alta dosis de compostura y seriedad, precisamente reñida con los atavismos supremacistas y los mitos de “designio divino” que reptan en el devenir norteamericano desde los días fundacionales de la Unión.
Y si bien vale toda puerta o ventana abierta, es preciso indicar que asumir posiciones realistas, claras y desprejuiciadas es más que necesario a estas horas de la historia humana, porque esta herida y desvencijada casa común que habitamos podría colapsar, y para entonces ya no habrá nadie que comience de nuevo.
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