Cierto que, roídos por sus propias incongruencias y los constantes embates opuestos de génesis externa, la Unión Soviética y el campo socialista europeo dejaron de existir a fines del pasado siglo, dando paso a un planeta que algunos figuraron a la medida para imponer defitinivamente sus cánones y voluntad al resto de la especie humana.
Y cierto es también que, en medio de la estridente comparsa sociopolítica y económica de entonces, los terrores derivados del riesgo de una nueva conflagración militar global sustentada en el total barrido atómico de la civilización, parecieron disolverse en el día a día y hasta en la memoria mediata de no pocas personas.
Mientras, entre la densa humareda de conjeturas, tesis y cambios de todo signo, los únicos que hasta hoy han utilizado el arma atómica en una guerra, junto a sus anuentes aliados, dejaron todos sus arsenales intactos y no pararon su maquinaria tecnológica de corte bélico, porque les asistía el pretendido “deber” de no permitir nunca más la reorganización o surgimiento de nuevas potencias internacionales, mucho menos con objetivos muy propios.
Ya no había “imperio del mal” que batir, pero lograr el trono supremo exigía, como fue siempre, el mostrar férreos músculos y golpear con fuerza demoledora la menor disidencia.
El panorama, sin embargo, no ha sido de jolgorio absoluto para los hegemonistas de siempre, de manera que han debido proseguir sus actos belicosos destinados a extender zonas de influencia y establecer cercos estratégicos contra aquellos nuevos colosos que desafían semejante política, en medio de la creación y despliegue de artilugios de muerte cada vez más sofisticados.
En consecuencia, hoy Rusia y China se han convertido en los dos grandes rivales a batir por Washington y sus seguidores, y para ello se desarrollan operaciones de “saneamiento” y la creciente movilización de fuerzas que apuntan a los bordes fronterizos de ambos gigantes geográficos, a la vez que se amenaza su seguridad y su capacidad de repuesta con proyectos de tecnología militar de punta como el titulado “escudo antimisiles”, destinado a intentar otorgar a los Estados Unidos la posibilidad inicial del uso de sus armas atómicas sin un contragolpe simétrico de los agredidos.
En pocas palabras, el quiebre de la contención que significaba que ambos gladiadores se contuviesen a cuenta del riesgo de perecer juntos y sin remedio de estallar la contienda.
En el caso ruso, Washington y sus restantes aliados de la OTAN ya merodean directamente la divisoria Este del gigante euroasiático mediante los forzados y violentos cambios políticos ocurridos en Ucrania y el despliegue de tropas otanistas en los antiguos Estados bálticos de la URSS, Polonia y Rumanía, hasta el convite a la contemplativa Suecia para sumarla a la danza agresiva en desmedro de su propia seguridad nacional.
Contra China, por otra parte, se adelanta la ubicación en Corea del Sur de elementos claves del ya citado escudo antimisiles norteamericano, se fortalecen las flotas que recorren los mares cercanos a sus costas, y se aplaude y alienta a las actuales autoridades de Taiwán en sus sueños separatistas con respecto al territorio chino continental.
Y, desde luego, semejante ajetreo obliga a los “blancos” a fortalecer sus defensas, con los riesgos de desatar una nueva carrera armamentista catalizadora de mayores enconos, desconfianza y dilapidación de recursos de toda índole.
Un paso que al menos las autoridades del Kremlin han dicho hasta ahora que soslayarán en lo posible, para continuar en cambio con su planificado y estructurado plan de sofisticada modernización de sus ejércitos, capaz de asegurar que ningún amago enemigo resulte factible a cuenta de los destrozos que acarrearía para los agresores.
Proyecto que en su concreción, aseveran estudiosos de los cambios militares rusos, ha permitido al “oso Misha mostrar una elevadísima precisión y efectividad en sus ataques contra los terroristas que infestan a Siria, haciendo estimar a más de uno que a estas alturas el Ejército del Tío Sam ya no compite con su rival.”
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