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viernes, 8 de noviembre de 2024

Colombia: las víctimas reencarnan en árboles

Cuando se acerca el plebiscito del 2 de octubre en que el pueblo votará sobre el fin de la guerra, el «Bosque de la paz» es una iniciativa que reforesta la tierra y recuerda de manera personalizada a más de ocho millones de víctimas...

Enrique Manuel Milanés León en Exclusivo 25/09/2016
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Para muchos, dejarán de llamarse acacio, canalete, encenillo, achiote, cachimbo, cañaguate, carreto… y serán conocidos como Santiago, Valentina, Sebastián, Valeria, Nicolás, Enmanuel, Juliana… Millones de árboles comunes adquirirán nombres humanos y las personas que ellos evoquen retoñarán —más acá del secuestro, la tortura y hasta la muerte— en la tierra aliviada de Colombia.

El «Bosque de la paz», la iniciativa de la ONG «Saving the Amazon» dirigida a recordar a las víctimas que han dejado cinco décadas de guerra en Colombia, busca fomentar al mismo tiempo la reforestación y la memoria, únicas maneras en que podemos estar mejor plantados en el mundo.

La cifra enluta los ojos más áridos: 8 millones 131 mil vigas apagadas, languidecidas, marcadas con el látigo de la pena o desplazadas del sitio donde despertó su semilla es suficiente dolor para pararlo ahora mismo, de modo que el plebiscito que el 2 de octubre preguntará a los colombianos: «¿Apoya usted el acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera?», debería tener unánime respuesta afirmativa.

Sea o no así —porque campaña a favor y en contra no ha faltado— lo importante es que alrededor de la consulta hasta los árboles se van a pronunciar.

Involucradas en el proyecto, las comunidades indígenas colombianas —solo en el departamento selvático del Vaupés, que inauguró este programa, hay 218 de ellas—, conocedoras del idilio secreto entre la tierra y las plantas, seleccionan qué árbol se siembra en cada sitio y cuidan de él, como de un niño humano, por 36 meses, para asegurarse de que sus raíces se abracen firme a la vida.

La idea busca rehabilitar tierras degradadas, así, como en otro frente se pretende animar pechos desolados por tanta angustia. Es que, en Colombia y en cualquier parte, humanos y árboles somos lo mismo: hijos de la naturaleza, si bien los primeros tenemos una responsabilidad ajena a los segundos.

Por ello es muy esperanzador que ex combatientes colombianos ya trabajen en la recuperación de su naturaleza, realmente privilegiada por la alta concentración de especies que atesora en la misma selva que contra su voluntad ha cobijado los frutos amargos del sufrimiento.

Hace poco, en la ciudad de Mitú, en el sureste del país, el presidente Santos participó en el fomento de un «Bosque de la paz» y, tras colocar la plantica en el surco, dijo hacerlo «para que nunca más volvamos a repetir las atrocidades que este conflicto armado, que esta guerra, nos ha traído».

¿Sembró Santos un arrayán o una Angélica? Plantó ambos, en una misma postura, porque con ese árbol, resistente «como han sido las víctimas en este país», el presidente recordaba a Angélica Bello, la heroica mujer que padeció hasta su muerte el paramilitarismo y que ahora, probablemente, tendrá en su patria otra oportunidad de vida en la naturaleza, sin violación ni violencia.

Los colombianos tendrán boletas para decidir pero, desde hace mucho, en sus hojas de verde pacífico, los árboles de ese país envían un mensaje natural para que el Gobierno, las guerrillas y los paramilitares detengan una guerra que,  a las balas, nunca tendrá ganador.  

Más de 260 mil muertos, de 45 mil desaparecidos y de 6,9 millones de desplazados en un país que ha vivido en el sobresalto constante dicen a las claras que los árboles de Colombia tienen la razón.

Así como Daniela, Mateo, Marina o Arturo pueden integrar el largo folio de los caídos, la caoba, el cedro, el abarco, el palo rosa y el canelo de los andaquíes —todos valiosísimos— se han reducido en estos años a su mínima expresión en los bosques naturales. Como el cese al fuego que requieren las personas, hace falta para los árboles una veda de corte indiscriminado: su no violencia, su paz.

Ahora vale más que nunca que los colombianos se abracen en torno a la palma de cera del Quindío, su árbol nacional, un símbolo que puede conjugar en su altísimo tronco tanto las viejas cicatrices por restañar como los frutos de la reconciliación plena.

El «Bosque de la paz» no es una idea romántica separada de la gente. Lo saben muy bien los indígenas del Vaupés. Según su tradición, uno puede morir dos veces: cuando deja de respirar y cuando ya nadie pronuncia su nombre. Ellos estarán satisfechos porque, más que a firmar la paz, Colombia se apresta a revertir, en árboles vigorosos, la caída de sus hijos.      


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Enrique Manuel Milanés León

Con un cuarto de siglo en el «negocio», zapateando la provincia, llegando a la capital, mirando el mundo desde una hendija… he aprendido que cada vez sé menos porque cada vez (me) pregunto más. En medio de desgarraduras y dilemas, el periodismo nos plantea una suerte de ufología: la verdad está ahí afuera y hay que salir a buscarla.


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