Un fantasma ronda por estos días en Chile: el fantasma de la abstención masiva, de inciertas consecuencias y de creciente magnitud. Y el hecho de que tanto este como el próximo año sean años electorales, ha puesto el tema en el centro de la agenda política y medial.
La élite está preocupada y ha comenzado a reaccionar buscando estrategias de anticipación ante un fenómeno relativamente desconocido en Chile, pues hasta el 2012 el voto era obligatorio. A partir de esa fecha la inscripción es automática y el voto voluntario, gracias a una ley aprobada durante el gobierno de empresario derechista Sebastián Piñera, respaldada con los votos de todos los partidos del duopolio político que gobierna el país desde 1990.
Ese mismo año (2012) hubo elecciones municipales y la abstención llegó al 60%. Un año después se realizaron las elecciones presidenciales en las que ganó Michelle Bachelet, pero con un 59% de abstención, es decir, apenas el 40% de los chilenos quiso elegir presidenta entre ella y Evelyn Matthei, la otra candidata (de la UDI).
Esta situación nos ha convertido en el país con mayor abstención electoral en el mundo, seguido por Eslovenia y Mali, según un estudio publicado por Infobae que considera países con voto voluntario.
Este es el contexto político-electoral en cuyo marco se realizarán en octubre de este año las elecciones municipales; y para noviembre del próximo están fijadas las parlamentarias y presidenciales. A ello se suma el intenso y denso descrédito de la clase política chilena, agudizado por las denuncias de corrupción político-empresarial y por el desfile de destacados personeros en tribunales. Por ejemplo, dos ex candidatos presidenciales, Pablo Longueira y Laurence Golborne, han sido formalizados por la justicia este mes. Ambos pertenecen a la UDI, el mayor partido de la derecha, nacido durante la dictadura de Pinochet, de alma pinochetista, neoliberal y Opus Dei. Un ex presidente de ese partido, Jovino Novoa, ya fue condenado por manejo irregular de dinero, y Jaime Orpiz, actual senador UDI, entró la semana pasada a la cárcel por cohecho, delitos tributarios y fraude fiscal. En la vereda aledaña (es decir, la del oficialismo) la cosa no está mucho mejor. El entorno político de la Presidenta Bachelet sigue dando explicaciones por las actuaciones irregulares de su hijo y su nuera, involucrados ambos en un escándalo de tráfico de influencias y especulación inmobiliaria. También la semana pasada la Fiscalía comenzó una indagatoria contra el ex ministro del actual Gobierno y ex presidente de la Comisión de Minería de la Cámara, Jorge Insunza, militante del PPD, quien mientras encabezaba esa comisión parlamentaria, recibía dinero mensual de la compañía Anglo American por “informes y asesorías”.
Pero la espiral abstencionista sigue y suma. A mediados de junio los partidos del duopolio, es decir, tanto la derecha como la alianza de gobierno, realizaron primarias para definir candidatos a las elecciones municipales. De un universo levemente superior a las 5 millones de personas que estaban convocadas a votar, sólo 282 mil concurrieron a elegir candidatos, es decir el 5%.
Y si esa cifra puede parecer estremecedora y alarmante, el mes de junio demostró que todo puede ser aun peor. Esta semana finalizaron los llamados “Encuentros Locales Autoconvocados”, impulsados por el gobierno en el marco del proceso constituyente que está viviendo nuestro país. De un universo de 14 millones de personas que podían participar de este proceso de discusión para una nueva Constitución (la que tenemos actualmente es la de Pinochet), sólo 140 mil fueron a algún encuentro, el 1 por ciento. Sin duda en esto último influyó el hecho de que se trata de encuentros no vinculantes, sólo formales, quien decidirá el contenido de la nueva Constitución y el proceso mediante el cual ésta se aprobará será la institución más desprestigiada de Chile: el Congreso. Esto es especialmente llamativo si consideramos que todas, absolutamente todas las encuestas demuestran que los chilenos apoyan un cambio de Constitución, sin embargo, de acuerdo al diseño gubernamental el centro de decisión estará radicado en el Parlamento y no en la ciudadanía.
El panorama para la clase política es evidentemente desalentador, con un desprestigio profundo, con senadores, ex ministros, ex jefes de partidos en tribunales; con una presidenta ni amada ni temida y con un desencanto ciudadano extremo, la disputa por la hegemonía política ha pasado a una fase desconocida en Chile. Todo ocurre a velocidad máxima, los acontecimientos se suceden uno tras otros, cuesta interpretar sistémicamente la actual fase debido a lo mismo.
Sí es seguro que la capacidad hipnótica que tuvo este “neoliberalismo progre” sobre amplios sectores sociales, lograda sobre todo gracias a la acción de los gobiernos “socialistas” de Ricardo Lagos y Michelle Bachelet se ha perdido. Hoy la ruptura entre representados y representantes es insalvable, la separación entre grupos sociales y partidos tradicionales es terminal. Así las cosas, pareciera ser que Chile está viviendo conflictos sociales, institucionales y económicos propios de un neoliberalismo avanzado, de una fase del modelo que en ningún otro país del mundo se ha alcanzado y del cual dan cuenta, entre otros, los inéditos ciclos de privatizaciones y las increíbles modalidades estatales de transferencia directa de la riqueza a los empresarios.
Pero hasta ahora nadie, ni la izquierda que tiene a mano todas las condiciones objetivas que anhelaba, ha logrado articular el descontento y transformarlo en fuerza política de cambio. Este y el otro año se despejarán varias interrogantes y se medirán fuerzas en un contexto como el descrito. Es de esperar que la veloz sucesión de acontecimientos que tiene a la élite política relativamente inmovilizada y reactiva, sepa ser aprovechada por la aún desarticulada izquierda chilena que, a diferencia de todo el resto del arco político, está libre de corrupción y mantiene lazos importantes con los movimientos sociales.
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