La extensión global de las prácticas terroristas, especialmente en los últimos decenios, podría atribuirse por algunos a una suerte de “renovada degeneración” de la civilización humana a partir de la globalizada exacerbación de fanatismos.
Y si bien son esencialmente hoy individuos y grupos ofuscados y exaltados los comisores materiales de no pocos actos de extrema brutalidad y barbarie a escala planetaria, no es lícito estimar que todo se reduce a que la maldad y el deseo de dañar son intrínsecos de nuestra especie.
En realidad, hay mucho de manipulación y utilización por fuertes intereses mezquinos en tan brutales prácticas y actitudes desviadas, aun cuando esté latente el peligro —como ya ha sucedido muchas veces— de que las mordidas también alcancen la mano de tan deleznables promotores.
En consecuencia, un análisis serio del auge terrorista (esencialmente islámico) en los últimos tiempos, no puede obviar el vincularlo estrechamente a las políticas de corte hegemónico que han encontrado espacios en los reajustes geoestratégicos derivados del derrumbe del socialismo Este europeo y de la Unión Soviética a fines de la pasada centuria, y la conversión de Oriente Medio y Asia Central en un terreno especialmente codiciado por los que aspiran a cortar los renovados fueros de Rusia y China, y entronizarse como dueños absolutos del planeta.
Para ello Washington, sus restantes aliados de la OTAN, las satrapías árabes, el sionismo y los extremistas islámicos, establecieron toda una coalición nada secreta, donde los primeros han fungido como organizadores, entrenadores y suministradores de armas y pertrechos a aquellos que, bajo criterios retorcidos con respecto al Islam, no dudan en convertirse en instrumentos de quienes les posibliten recursos para hacer viables sus propias visiones en torno a la reconformación del mundo musulmán.
No son tendencias nuevas en la historia de aquella parte del mundo. Desde la segunda década del pasado siglo ya se hacían sentir las ideas de establecer regímenes extremistas y califatos del corte de los que reivindican hoy Al Qaeda, Al Nusra o el Estado Islámico.
Los mecanismos para lograrlo han sido siempre similares: la violencia extrema contra toda suerte de “infieles”, entendidos estos como todos aquellos (musulmanes o no) que no comulguen con la intepretación más retorcida y dogmática del Corán.
Y ese ha sido precisamente el rebaño en que han puesto sus ojos y sus recursos los intereses imperiales y hegemonistas, a partir del axioma de que, al final, siempre será preferible entendérselas con “unos pocos yihadistas armados que con una potencia mundial en toda regla”.
Esta práctica, tenía que pasar, ha sobrepasado más de una vez “los límites permisibles”, y ha llevado la muerte y la destrucción incluso a las ciudades y calles de los Estados Unidos, Europa Occidental, Turquía, y en días atrás a la propia Arabia Saudita, a pocos metros incluso de la sagrada Mezquita del Profeta, en la ciudad de Medina.
Ello sin contar la ola de atentados que los extremistas prosiguen en Iraq y Siria, a donde tuvieron pleno y aplaudido acceso como quintas columnas al servicio de los grupos totalitarios de poder, justo para revertir sociedades regionales incómodas a las pretensiones de total dominio foráneo, sobre un área geográfica que colinda peligrosamente con los dos gigantes que Washington estima sus enemigos esenciales a batir.
De manera que hoy el terror (tan inesperado y poco complicado de ejecutar por un fanático envuelto en dinamita o varios extremistas armados dislocados en una plaza pública, un aeropuerto o un centro de diversión) se ha convertido en un horrendo plato casi cotidiano en muchas partes del orbe. Fenómeno que no puede ser atribuido solamente a la simple acción aislada de unos cuantos “malos de la película”, sino que es obra y secuela del irresponsable oportunismo de aquellos poderosos que, a cuenta de imponer su voluntad global, no dudan en colocar el arma asesina en manos de la obtusa irracionalidad para que una vez más se tiña de sangre.
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