Hablemos en plata, y sobre todo, porque no se trata de pronósticos ni deducciones, sino de realidades tangibles.
En la Casa Blanca la píldora dorada sigue siendo la primacía de los Estados Unidos a escala global, y por tanto todo lo demás está subordinado a ese propósito, con más razón con respecto a sus vecinos regionales, considerados tradicional traspatio de la primera potencia capitalista.
Y por estos días, a pesar de las tumultuosas manifestaciones populares contra gobiernos impopulares de nuestra región, de la infaltable violenta represión oficial, del desastre sanitario de la Covid, y de la prolongación e incremento de las ya ancestrales angustias sociales y económicas, a más de cien días de iniciado su ejercicio el nuevo equipo demócrata aposentado en la Oficina Oval no ha dicho todavía nada fundamental en torno a sus relaciones con América Latina y el Caribe, como no sea dejar correr las líneas hostiles y prepotentes de su díscolo antecesor republicano por aquello de que no se trata de una “cuestión de urgencia.”
No obstante, caso aparte se vislumbra por estas fechas más inmediatas con relación al asunto de la emigración ilegal hacia territorio gringo, que a la luz de las promesas electorales de Joe Biden de una perspectiva más equilibrada sobre el tema, ha creado un serio cuello de botella fronterizo que brinda espacio a críticas y cuestionamientos no menos oportunistas de la oposición congresional y otros segmentos de poder.
Según medios de prensa, y luego del esbozo público de los posibles cambios migratorios, “más de 172 mil indocumentados, incluidos casi 19 mil menores no acompañados, fueron detenidos solo en marzo último en la frontera sur de Estados Unidos, un alza del 71 por ciento en un mes y el nivel más elevado en una década y media.”
“La mayoría de los recien llegados –añaden las fuentes- proviene de los tres países del Triángulo Norte centroamericano (Honduras, El Salvador y Guatemala).”
Y justo para no dar trigo a críticos y contentar a su vez a quienes consideran un alto riesgo nacional la cadena migratoria, Biden recién entregó a su vice Kamala Harris la tarea de enfrentar tan peliagudo dislate.
Para la segunda al mando la táctica más “novedosa” apuntaría al “desestimulo de los migrantes” mediante el fomento de programas en sus respectivas naciones destinados a atajar la pobreza, la violencia, el desempleo y la corrupción, entre otros males históricamente entronizados a cuenta de las políticas tradicionalmente injerencistas de los propios Estados Unidos en el sur de nuestro Continente.
El idilio, por tanto, requerirá de promover más inversiones norteamericanas, fortalecer los mecanismos “democráticos”, y aportar más “ayuda finaciera” con ese propósito, aún cuando la propia administración Biden admite públicamente que los montos proporcionados hasta hoy no se a sabe donde fueron a parar.
En fin, intentar cambiar un poco los tristes colores de la realidad de aquellas naciones, de manera de incitar la esperanza y disminuir la preferencia por los espejismos que irradia los Estados Unidos entre las decenas de miles de desesperados.
Algo así como los remiendos que en sus respectivos tiempos históricos promovieron las fallidas y nacotizantes “política del buen vecino” del presidente Franklin Delano Roosevelt en la cuarta década del pasado siglo, o la “Alianza para el Progreso” de John F. Kennedy unos veinte años después, erigidas (como es costumbre Made in USA) sobre las endebles bases de echar mano a afeites con etiquetas de pretendidas curas radicales.
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